Uno de los argumentos del nacionalismo catalán a la hora de defender su referéndum de independencia es que poner las urnas es sinónimo de democracia, y cuantas más veces se pongan, mejor. Lo contrario, según este sector de la sociedad, evidencia “miedo” a darle el poder al pueblo, a que el resultado no sea el esperado. Hay mucha propaganda y manipulación detrás de esta actitud del secesionismo, pero eso es otra historia.

La cuestión es que Puigdemont, tras los acontecimientos antidemocráticos que lideró en octubre del 2017 –con el referéndum como eje de todo el procés–, ha podido montar en Waterloo un gobierno de la Señorita Pepis para jugar a la democracia, y ha salido trasquilado. Igual no es tan buena idea votarlo todo y todo el rato, que para eso él es el mandamás del tinglado, pensará ahora que el Consell de la República le ha dicho que no negocie la investidura de Sánchez, sino que la bloquee.

En ocasiones anteriores, Puigdemont dijo que “las urnas refuerzan la democracia y la hacen ganadora” –alguien debería recordarle al president que durante la dictadura también se votaba, aunque estaba todo pasteleado– y que las urnas no le daban “miedo”. Y no es temor lo que tiene tras conocer el resultado, negativo para sus intereses, de su pregunta acerca de lo que tiene que hacer el secesionismo con la investidura de Sánchez, bien que le costará pegar ojo alguna que otra noche. Seguro.

Puigdemont sabe que tiene la sartén por el mango y que, en su caso, el beneficio de apoyar al candidato que modifica su opinión constantemente –a cambio de la amnistía– es una oportunidad que no puede dejar escapar, por lo que se antoja complicado que acate lo que ha decidido una minoría de los miembros de su Consell de la República. La salida más fácil que tiene pasa por decir que, como ha votado tan poca gente (apenas el 4,4% del censo) y la consulta no es vinculante, el resultado no tiene ninguna fuerza, así que hará lo que él quiera, que para eso ha montado el chiringuito en el exilio.

Veremos qué ocurre a partir de ahora. El reloj corre y se agota el tiempo para activar una nueva convocatoria electoral que difícilmente le saldría tan bien como el 23J –y todo por la ilógica reacción de PP y PSOE de no ponerse de acuerdo entre ellos–. Puigdemont tiene que decidir entre salvar su cuello u obedecer a 4.000 fieles. Bonita paradoja, pues una minoría puede marcar su futuro (si es que la escucha), igual que Junts, otra minoría, puede trazar el futuro de España. Karma, lo llaman. Todo muy absurdo.

Esperemos que, al menos, haya aprendido algo de esta lección, pues la democracia no significa votarlo todo, sino elegir a unos representantes, con base en unos programas, que han de tomar decisiones en beneficio de todos los ciudadanos, que para eso trabajan. Y no, dar todo el poder a las minorías no es democrático.