El pasado fin de semana asistimos a uno de esos lamentables espectáculos que equiparan los estadios de fútbol con los antiguos circos romanos: un puñado de ultras del Espanyol saltó al campo con no muy buenas intenciones mientras el Barça, rival centenario, celebraba en el césped de Corneprat el título de la Liga que acababa de rubricar con su triunfo en el derbi catalán y con el que dejaba a los periquitos con un pie en Segunda. Por descontado, todo el mundo, de uno y otro lado, ha condenado este incidente que no pasó a mayores, por fortuna, aunque sí ha manchado en cierto modo el campeonato español.

La rivalidad Barça-Espanyol existe desde que los azulgranas se llamaban Foot-ball Club Barcelona y los blanquiazules, Club Deportivo Español. Podría dar buena cuenta de ello la supercentenaria catalana Maria Branyas, que suma 116 años. Los tortazos en el campo, los ataques cruzados en la grada y las jugarretas en los despachos han ido agrandando esta animadversión entre las dos entidades y parte de sus respectivas aficiones con el paso de las décadas. Y parece que los rifirrafes, aunque reducidos, se han enquistado y no hay mucha intención por apaciguarlos; ni siquiera se puede celebrar un título en paz en el campo del rival sin que algunos lo consideren una provocación. La invasión del fin de semana es el último episodio.

Ahora bien, sirva este deleznable suceso para volver a hablar de la distinta vara de medir con según qué cuestiones, con según quién las protagoniza y con según quién las cuenta. Lo ocurrido en el RCDE Stadium es penoso, y más grave si cabe en tanto que algunos de esos ultras aspiran (o aspiraban) a ser concejales (por el PP) a partir del 28 de mayo. Pero no hace tanto tiempo eran miles los independentistas, igual de radicalizados, que cortaban autopistas y otras vías, invadían aeropuertos, señalaban al contrario y quemaban las calles sin que nadie de los suyos alzase la voz. Al contrario. “Apreteu! Apreteu!”, alentaba un presidente catalán a los CDR en un momento dado. Y no pasaba nada porque “era la veu del poble, d’un sol poble que vol exercir el dret a decidir”. Se hacía desde el poder, con grandes elementos de propaganda, y ojo con el que se opusiera a ello.

Los años del procés han sido muy duros, obviamente no tanto como lo fueron los sanguinarios tiempos de ETA –está claro que lo de los etarras de Bildu era una maniobra de distracción, ¿no?, pues qué sentido tiene incluir en las listas a unos asesinos, enrarecer el ambiente y decir ahora que renunciarán al acta si salen elegidos–, pero en Cataluña se ha vuelto ahora al uso de técnicas más soterradas, sin violencia aparente, como la guerra contra el castellano, cuyo último capítulo lo escribe el instituto de Santa Coloma de Gramenet que convierte a los alumnos en espías del catalán, como desvela este miércoles María Jesús Cañizares. Ya saben, se repite una vez más lo de los buenos y los malos catalanes.