El reciente aval del Tribunal Constitucional (TC) a la Ley Celaá ha generado sentimientos encontrados entre el constitucionalismo.

La alusión de los magistrados a que “de la Constitución no deriva la necesaria fijación por el Estado de una proporción de uso del castellano en el sistema educativo”, unido a la nueva composición del tribunal (con una mayoría progresista que incluye a alguna nacionalista, como Laura Díez Bueso), ha encendido las luces de alarma.

Especialmente cuando el TC tiene pendiente de resolver la cuestión de inconstitucionalidad presentada por el TSJC ante las normativas desarrolladas por la Generalitat para eludir el 25% en español.

El consejero de la Generalitat, Josep Gonzàlez-Cambray, se ha mostrado satisfecho con la última decisión del Constitucional, ha vaticinado que futuras resoluciones irán en la misma línea y ha dado a entender que esto supone un aval para la inmersión. Aunque, no ha lanzado todas las campanas al vuelo, y lo ha celebrado “con prudencia”.

Y no es para menos, puesto que el TC también añade que, según su propia “doctrina anterior”, de la Constitución se deriva “un patrón de equilibrio o igualdad entre lenguas” (sentencias 109/2019 y 114/2019) y “un derecho efectivo a usarlas”. De hecho, el tribunal subraya que rechaza el recurso contra la Ley Celaá porque esta “no niega” ese equilibrio.

Me temo que este último añadido sí debería preocuparle al conseller pues ese “patrón de equilibrio o igualdad entre lenguas” que exige la Constitución en las escuelas no se cumple en Cataluña. Y, precisamente, su incumplimiento es lo que llevó al TSJC a establecer unas garantías mínimas para que los derechos de los catalanes castellanohablantes no fueran pisoteados sistemáticamente en la educación. Garantías que se tradujeron en el 25% como mínimo en español (y en catalán, claro).

De hecho, esa referencia al “patrón de equilibrio o igualdad entre lenguas” quizás nos lleve más allá: al origen del atropello perpetrado por los nacionalistas durante décadas. Y es que lo que la jurisprudencia del TC consolidó desde los años 80 es que las dos lenguas oficiales en todo el territorio de la comunidad autónoma catalana –castellano y catalán– debían recibir un trato equilibrado en la educación.

Solo en caso de que la Generalitat considerase que el proceso de normalización lingüística no estaba concluido, podía romper ese equilibrio. Pero con unas condiciones: debía ser temporal, razonable y justificado.

Las sentencias del 25% fueron una respuesta de la justicia tras comprobar que ese desequilibrio no era razonable (pues en la práctica suponía un 100% en catalán y un 0% –o casi 0%-- en español).

Pero, ahora, cuando el TC apela a que la doctrina ha fijado un “patrón de equilibrio o igualdad entre lenguas” se abre la puerta a nuevas argumentaciones por parte de los defensores del bilingüismo.

Ya no se trata (solo) de exigir que la Generalitat aplique el 25% en castellano como mínimo. Sino de que explique por qué no aplica el 50% que marca la jurisprudencia constitucional. Que demuestre que es necesario seguir con el desequilibrio que implica la normalización. Sobre todo cuando, según el propio ejecutivo autonómico, el 94,4% de la población entiende el catalán y el 85,5% lo sabe hablar (Encuesta de Usos Lingüísticos de 2018).

Porque, normalizar es que la gente sepa catalán, no que lo use mayoritariamente (cuestión que depende de la libertad de cada uno, solo faltaría). Y con esos porcentajes parece muy complicado defender que el catalán no está normalizado en Cataluña.

Ya veremos qué le dice el TC al TSJC sobre cómo aplicar el 25% o sobre cómo garantizar que el español sea lengua vehicular efectiva con una presencia razonable en la enseñanza. De momento, lo que el alto tribunal –incluso con una composición a priori poco sensible con el bilingüismo– ha señalado es que de la Constitución se deriva “un patrón de equilibrio o igualdad entre lenguas”.

No me extraña que Cambray pida prudencia.