La lista de agresiones sexuales crece semana tras semana, gota a gota se va llenando el mar de estos bochornosos hechos, con la agravante de que en los últimos días hemos conocido algunos protagonizados por menores. Tan jóvenes que ni siquiera se les puede imputar judicialmente por estos desagradables delitos. Niños. Niños que ya distinguen el bien del mal, pero puede que no así las consecuencias de sus actos. Y aquí entra en juego el eterno dilema: ¿qué hacer con ellos?, ¿educación o castigo? Pues las dos.
Lamentablemente, la sociedad se está impregnando de una corriente buenista y protectora en general y con los menores en particular hasta el punto de que una simple reprimenda se llega a ver como algo fuera de lugar. Como si las medidas punitivas no fuesen una buena manera de poner y conocer los límites, sin olvidar la parte pedagógica, por supuesto, tan necesaria y a la vez tan mal llevada, a la vista de los últimos sucesos.
En primer lugar, deberíamos asumir de una vez que la maldad existe y, en esos casos, la educación no sirve de nada. El hombre que destrozó la vida de la muchacha de Igualada tras una salvaje violación, así como los que han golpeado en la cabeza a otra joven en el Poble Espanyol tras forzarla (avanzado por Crónica Global) son malos y tienen que estar fuera de circulación una larga temporada. No sé si en la cárcel, en una cueva, o en un pueblo aislado, alejado de todo y destinado exclusivamente a acoger a esta chusma, del estilo de Miracle Village. Por el bien de todos.
¿Y con los menores asilvestrados? Pues hay de todo. También hay niños y adolescentes malos, muy malos, y otros que crecen en unos entornos que los llevan por el mal camino. Por eso deberíamos analizar los motivos de este aparente auge de situaciones de acoso, que incluso terminan en suicidios (Sallent, La Ràpita, Esplugues…), y agresiones sexuales entre muchachos (Badalona, Tarragona…). ¿Por qué suben descarriados? Nadie lo sabe a estas alturas –o nadie quiere saberlo–, pero muchas son las teorías y las posibles causas.
Tal vez es que hay muchísimas familias desestructuradas, o que la imposible conciliación hace que muchos niños crezcan sin el afecto ni la atención necesarios; tal vez es porque están expuestos a infinidad de estímulos negativos y violentos –comenzando por las series y películas recomendadas para ciertas edades que, años atrás, no pasaban el filtro de la minoría de edad–, o porque están pegados desde bien pequeños a los móviles y otras pantallas, a las tóxicas redes sociales, y tienen acceso a contenidos inapropiados cuando lo que tendrían que hacer es dejar volar la imaginación, jugando, inventando, creando, leyendo, socializando y empatizando; tal vez es que están cada día más alejados de la naturaleza, en hogares cada vez más pequeños, viviendo en una burbuja… Tal vez es todo eso y mucho más.
Sea como sea, es evidente que fallan muchas cosas en esta sociedad, y que no se destinan los recursos suficientes para detectarlas, primero, y subsanarlas, después, empezando por la educación en todos los niveles, claro. Será que es prioritario destinar el dinero público a levantar embajaditas, a las 100 medidas que protegen el catalán –y que machacan el español– y a informativos infantiles que afirman sin rubor que las canciones en castellano que cantan los niños en los patios escolares dan “miedo”. Por lo tanto, hay que hacer un llamamiento a poner el foco en lo que realmente importa y aplicar, por otro lado, los castigos cuando la situación lo requiera, siempre adaptados a la edad y al tipo de falta o delito porque, igual que pagamos multas si nos pillan excediendo la velocidad, también los menores deben comenzar a hacerse responsables de sus comportamientos, sin perjuicio de que reciban el acompañamiento necesario para salir de esa espiral.