Tres años después de haber estado bombardeando a los ciudadanos con aquel eslogan de Váyase, señor González, el candidato del Partido Popular a la presidencia del Gobierno --ya como inquilino de la Moncloa-- pudo sustituirlo por el de España va bien. Un cambio radical, quizá, para tan corto periodo de tiempo.
El primero era tan explícito como el segundo. En un caso manifestaba impotencia para derrotar a su rival en las urnas y en el otro hacía propaganda del milagro económico obrado por Rodrigo Rato --¡dios mío!-- que podía permitir a su Gobierno hacer una buena caja --¡dios mío!-- con el final de la privatización de las empresas públicas estratégicas.
Si tuviéramos memoria y un poco de malicia, que no es el caso, también tendríamos elementos para cuestionar las sentencias mayestáticas sobre la evolución de la economía y el bienestar del país. Si en 1994, Felipe González era un desastre que nos llevaba a la ruina, en 1997 por obra y gracia de un bisoño José María Aznar y de un equipo que apenas llevaba 12 meses en el Gobierno habíamos dado la vuelta a la tortilla y éramos la California de Europa, habíamos liberalizado la economía del país o cualquier otra ensoñación que nos permitiera huir de nuestra propia historia.
Solo quiero decir que todo es relativo, y que esa debería ser la óptica para contemplar lo que sucede. La economía española ha crecido un 5,5% en 2022, por encima de las previsiones y de la media europea, una realidad económica a la que cada vez nos acercamos más en ratios de estabilidad laboral y tasas de desempleo.
Son unos datos muy buenos que se deben contextualizar porque si bien es cierto que nuestro PIB lleva dos años subiendo al 5,5%, también lo es que en 2020 cayó un tremendo 11,3%; como lo es, por otra parte, que ahora marcamos un diferencial con la Unión Europea en positivo.
La nota negativa de la información que el INE facilitó el viernes es la pérdida de peso del consumo de los hogares, compensado por grandes inyecciones de gasto público. Puede que no sea una fórmula económica canónica, desde luego, pero es preferible al austericidio que se practicó en todo Occidente entre el 2009 y el 2012, un error histórico solo reconocido con la boca pequeña y que llevó a la ruina a millones de familias y a la quiebra a varios Estados.
Echar las campanas al vuelo es inconveniente e improductivo, pero combinar una cierta dosis de pesimismo con el realismo objetivo de los datos tampoco va mal.