Seguro que muchos en Uber España confiarán en que esta semana sea mejor que la anterior. La multinacional de intermediación de la movilidad cerró siete días de penitencia en los que encajó un polémico decreto que la arrincona en Barcelona --así como a otras soluciones como Cabify o la recién llegada Bolt, de quien no me cabe duda que poco se esperaba este recibimiento en Cataluña--; la controversia de los precios para acceder al festival Mad Cool y, el domingo, el Uber Leaks como remate de los siete días de castigo.
Es cierto que ninguno de los tres episodios supone una estocada mortal a la compañía. Uber llegó a las ciudades para quedarse, aunque en varias urbes, los gestores insisten en que quizá no debería quedarse con esta forma, sino otra. En Cataluña, por ejemplo, Govern y PSC han pactado un durísimo decreto que liquidará dos tercios de los vehículos VTC de las calles. Si no lo tumban los tribunales --algo bastante posible, pero a largo plazo--, la norma pondrá en serias dificultades a los operadores que compiten con los vehículos de alquiler con conductor.
Las compañías deberán pedir de nuevo los títulos habilitantes, pero estos tendrán que estar domiciliados en Cataluña, y los coches tendrán que haber prestado servicio un año y con un mínimo de 100 carreras. Se prohíbe la transmisión de licencias, se impone la longitud mínima de 4,90 metros --un cuello de botella muy restrictivo--, seguro, exámenes a los conductores como el que pasan los taxistas y se prohíbe la geolocalización, la captación en la calle y la contratación con menos de 15 minutos. Todo ello dependerá del desempeño de los inspectores y la policía, pero introduce una gran inseguridad jurídica para trabajar en Barcelona que algunas firmas hallarán insoportable, como es razonable.
Sin solución de continuidad al cepo normativo en Cataluña llegó la polémica de los precios en el festival Mad Cool de Madrid. La empresa sostiene que apenas el 5% de los trayectos se rigieron por el polémico sistema de precios dinámicos. Ello no fue óbice para que muchos asistentes se quejaran de tarifas desorbitadas para plantarse en Valdebebas, máxime cuando el operador había firmado un acuerdo con el evento para que sus clientes se ahorraran las colas. Las redes sociales ardieron y la crisis de reputación estaba servida.
Es cierto que Uber tiene el libre derecho de fijar sus tarifas como quiera. Pero también es razonable que desde el punto de vista del consumidor se exija cierta transparencia, por lo menos cierta información sobre cómo opera el algoritmo que regula los precios sube y baja.
Más controvertido si cabe son los llamados Uber Leaks, que el diario británico The Guardian publicó el domingo y que atestiguan que intra muros en la hija de Silicon Valley se sabía que en algunas ciudades la app era manifiestamente ilegal cuando desembarcó. Los documentos filtrados solo llegan a 2017, por lo que se entiende que la compañía ya ha remediado lo expuesto en las conversaciones. Se espera, por cuanto los ejecutivos llegaron a admitir que la plataforma era "jodidamente ilegal" en algunos de los mercados en los que trabajaba, en los que internamente se describía como "legal no, algo diferente".
También preocupante es el acceso directo y sin cortapisas de altos directivos de Uber a cargos públicos con responsabilidades en la gestión. Los contactos, que son normales en una economía abierta, se tornan sospechosos cuando se recalca que la firma llegaba a estos políticos por medio de "influencia e intermediarios", buscando "rutas" para cambiar las legislaciones regionales o nacionales. Todo ello galvanizado con inyecciones de capital riesgo.
El Uber Leaks, del que habrá más entregas, cerró una semana nefasta para la tecnológica. Todo lo expuesto es factual, como lo es que la firma defiende que se ha "transformado". Un cambio que resulta imprescindible si el grupo quiere aspirar a ser un actor relevante en la nueva movilidad. De la lluvia de reveses de la semana pasada, Uber puede aprender y, de nuevo transformarse. Buena falta le hace.