Era junio de 2019. La entonces consejera de Empresa y Conocimiento de la Generalitat, Àngels Chacón, decía en público que las elecciones a la Cámara de Comercio de Barcelona habían sido “jurídica y legalmente impecables”. Ni se despeinó. La mujer que hoy ejerce como secretaria general de Centrem, uno de esos neopartidos minúsculos empeñados en recuperar el convergentismo de toda la vida, no era tan moderada hace poco más de tres años. Gracias a la complicidad de su gobierno, de ella de manera personal y del apoyo indirecto que facilitó, las cámaras de comercio de Cataluña dejaron de ser instrumentos de las empresas y del tejido productivo para convertirse en meros espacios de agitación independentista al servicio de la ANC.
La Asamblea Nacional Catalana (ANC) es esa entidad tan democrática a la que los políticos soberanistas le han otorgado una representatividad que nunca consiguió en las urnas. De allí emanaron políticos tan insignes en los últimos tiempos como el expresidente Quim Torra o la expresidenta de la Cámara catalana Carme Forcadell. Marcó el rumbo a Artur Mas, a Carles Puigdemont y, en menor medida, a Pere Aragonès y Oriol Junqueras. Sin embargo, la gran consecución de la ANC desde su existencia fue colarse en el mundo empresarial por la vía de meter su hocico en las cámaras de comercio catalanas. Eines de País, que es como bautizaron a su candidatura en 2019, logró tomar el control de las organizaciones camerales del territorio, así como la última palabra sobre su presupuesto. Hubo desistimiento del mundo empresarial, por supuesto, pero sobre todo una enorme cara dura de los recién llegados que los tribunales acaban de demostrar.
El TSJC ha determinado a finales de junio que el decreto electoral del gobierno autonómico fue una chapuza. Que hubo irregularidades, llámense trampas, con el voto electrónico. Que la Generalitat, como administración tutelar, quedó otra vez más por debajo de las circunstancias por más que Chacón dijera que el proceso había sido impoluto. Con ese decreto invalidado ya por sentencia firme, lo suyo sería desmontar la actual estructura plenaria de la cámara barcelonesa y votar de nuevo, con limpieza y sin trapacerías, para preguntarle al empresariado si quiere recuperar la institución para la sociedad civil en vez de mantenerla en el ámbito de la política.
La desfachatez independentista es de tal magnitud que lejos de adoptarse esas medidas emanadas del mandato judicial, el último pleno de la Cámara de Comercio de Barcelona volvió a ser un aquelarre secesionista y contrario a la gran empresa. Quizá sea una de las últimas actuaciones que lleven a cabo los actuales okupas de la organización, pero de momento con la aquiescencia de la consejería en manos de ERC y de un despistado Roger Torrent han vuelto a montar su numerito en defensa del fugado Puigdemont y de sus chiringuitos de lujosa continuidad en el exilio imaginario.
Haría bien el empresariado en movilizarse ya, sin esperas, para que la Cámara de Comercio regrese a su verdadero propietario. Que la institución recupere el prestigio que durante décadas Miquel Valls o Antoni Negre acumularon, cuando cualquier pronunciamiento de sus líderes ponía en aprietos a los gobernantes o su acción lobística permitía que la sociedad civil catalana fuera más plural y transparente. Hasta Jordi Pujol les tenía respeto en su día.
La Cámara fiscalizaba la ejecución de los presupuestos en el territorio; influía; tenía voz propia sobre las infraestructuras, la ciudad o las medidas económicas de cualquier gobierno. Mandaba sobre Fira de Barcelona y forzaba a Generalitat y Ayuntamiento de Barcelona a abandonar pleitos recíprocos. Los okupas camerales que de manera ilegal se colaron por las rendijas del sistema no han hecho ni lo uno ni lo otro. El riesgo mayor es que acaben dejando una entidad con unas finanzas quebradas, inútil para su papel histórico e imposible de recomponer hasta en lo patrimonial. Hubo un primer presidente de esta última y malograda etapa que actuaba como un histriónico político (de hecho, Joan Canadell es diputado de JxCat, aunque desdibujado por risible), que incluso viajaba con caretas de Puigdemont en su vehículo. Cuando aprendimos su nombre saltó al Parlament y de su caricatura nunca más se supo. De la presidenta que lo sustituyó no hemos conseguido ni aprendernos el nombre. No existe, no figura, no actúa.
Es un drama, sí. Pero que nadie vea fácil recuperar la entidad para los empresarios, sus verdaderos dueños y protagonistas. Pónganse manos a la obra patronales y grandes corporaciones si no quieren que a esta batalla y a este tiempo perdido le suceda otro similar. La Cámara Oficial de Comercio, Industria, Servicios y Navegación de Barcelona se merece por tradición, historia y dignidad que alguien la pilote y la reinserte en la sociedad a la que presta servicios desde 1886, cuando Manel Girona la echó a rodar en favor del interés general. Hay objetos, cosas o ideas que se pueden extraviar en una ocasión, pero si eso sucede con una corporación de derecho público más veces ya resulta de difícil arreglo. Sí, amigos empresarios, los okupas indepes os engañaron una vez. La reflexión para hoy es sencilla: ¿os dejaréis enredar una segunda ocasión? Eso tampoco tendría nombre.