La entrevista de Jordi Pujol en el programa de despedida de Josep Cuní de Radio Barcelona podría titularse como la película en la que Pedro Almodóvar se autopresentó como un artista elegido por la gracia divina con el sufrimiento que eso conlleva, Dolor y gloria. Cabe suponer que por pudor, el expresidente de la Generalitat prefiere aferrarse a la esperanza antes que a la gloria para no hacer tan evidente su verdadero objetivo, que no es otro que el blanqueo de su obra y su figura para pasar a la historia como siempre deseó hacerlo.
Pero por más partidarios que consiga reunir en esta última etapa de su vida, por más conspiraciones patrióticas que se pongan sobre la mesa, difícilmente alcanzará ese sueño porque los hechos son tozudos e innegables. Cuando dice que pondría la mano en el fuego por la mayoría de su familia hace una confesión en toda regla: acepta que aquellos de sus hijos que tuvieron contacto con la política, Jordi y Oriol, metieron la mano en la caja mientras él era la máxima autoridad del país.
Y, encima, hace ocho años nos explicó la increíble historia de que su padre le había legado una fortuna en el extranjero, excluyendo de la herencia a su hermana, que había cuidado a la madre de ambos hasta el final de sus días; una millonada que mantuvo oculta hasta que la policía dio con ella.
A sus 92 años, y pese a perder el hilo de la conversación en algunas ocasiones y repetirse en otras, Pujol mantiene la cabeza notablemente clara. Dice que nunca ha sido independentista, pasando por alto cómo se subió al carro cuando su discípulo Artur Mas puso la directa en 2012 iniciando un camino que ha llevado a Cataluña a la situación de tristeza y desorden actual, como él mismo la califica.
Ni Pasqual Maragall, ni Mas, tampoco Carles Puigdemont, ni Oriol Junqueras habrían contribuido a la confusión de nuestros días si el propio Pujol no hubiera hecho el eje de su política en el reproche, el agravio y el victimismo; o sea, en el rencor. Ayer mismo no quiso privarse de dar una lección de historia a los oyentes para recordar que ya en el siglo X los reyes asturianos asumían la corona con el juramento de la reconquista de Toledo, que España es imperialista desde su origen; llegó a decir que "siempre trata de ahogar al vecino".
A la vez que insinuaba que los gobernantes de la Generalitat no dan la talla, como si él no tuviera nada que ver, porfiaba en lo que ha sido el mecanismo fundamental de la política nacionalista catalana del último medio siglo: reescribir la historia. Recordar las ansias de expansión de la cuna de lo que hoy conocemos como España para subrayar el imperialismo del Estado opresor, como si nunca hubieran existido las conquistas militares de la Corona Aragonesa que llevó el idioma y los negocios de los catalanes a tantos rincones del Mediterráneo.
El personaje lo ha devorado hasta el punto de que aún se cree que podrá cambiar la historia, que evitará ser recordado por los escándalos de sus últimos años.