Algo se mueve en Cataluña. Ya era hora. Poco a poco volvemos a la normalidad tras diez años de procesismo traumático, primero, y cansino después. Peligroso siempre. Los responsables del mayor golpe a la convivencia de los catalanes confiesan ahora que aquello fue una farsa. Que de estructuras de Estado, nada. Que por una mal entendida lealtad a Carles Puigdemont, nadie se atrevió a confesar que ni el referéndum ni la declaración unilateral de independencia (DUI) garantizaban la implementación de una república catalana.
Gabriela Serra, exdiputada de la CUP y propietaria de bonos del Estado, se ha sumado a una larga lista de opinadores y políticos que abjuran del procés y comienzan a virar a posiciones más prágmáticas --no vaya a ser que un nuevo reparto de cargos y prebendas les pille fuera de juego--, tras admitir que, efectivamente, lo de 2017 era “un farol”. Esta es la expresión utilizada por Clara Ponsatí, que ahora insta a la insurrección civil, manteniendo las distancias, eso sí, pues permanece fugada en Bruselas.
Algo está cambiando en Cataluña, decíamos, aunque determinados virajes ideológicos confirmen que sigue habiendo listas de buenos y malos catalanes pues la antisistema Serra ha dicho lo mismo que muchos políticos y miembros de la sociedad civil que cuestionaban el procés. Pero los fachas son ellos. Los intolerantes eran gente como Estopa, que en su día recibieron lo suyo por rechazar la ruptura con España y erigirse en portavoces de esa Cataluña obrera, arrabalera, poligonera, charnega y nyorda, ajena al pensamiento único y ¡qué demonios! mucho más divertida que la endogamia soberanista.
Ayer, el dúo de Cornellà de Llobregat fue galardonado con la Creu de Sant Jordi, “la más alta distinción que puede recibir una persona por parte de la Generalitat” en reconocimiento a “sus méritos y servicios prestados a Cataluña”. El Govern reconoce así la trayectoria de estos “garrulos de barrio bajo”, como ellos mismos se han definido con orgullo, en un reconocimiento quizá subliminal pero inexorable de que la cultura en castellano también es cultura catalana. De que la marca Cataluña se nutre de talento que no necesariamente comulga con la identidad oficialmente exigida por algunos.
Por supuesto, a quienes profesan el ultranacionalismo les ha estallado la cabeza ante semejante homenaje. Son aquellos que exigen vivir y hablar en catalán. Los que quieren obligar a pensar, sentir, amar y jugar en este idioma, cada vez menos usado por los jóvenes. ¿Rebeldía generacional? Seguramente. Nada hay más disuasorio que la imposición, de ahí que que los corsés lingüísticos estén condenados al fracaso. Sobre todo en un sector de población azotado por el paro y las pocas expectativas de futuro, mientras la pobreza crece. Lo dice Idescat, instituto de estadística catalán.
El panorama económico no pinta bien. Y eso también está contribuyendo a un cambio de tono en los discursos del presidente de la Generalitat, Pere Aragonès. Mientras sus socios oficiales, los de Junts per Catalunya, siguen con la matraca de la reivindicación separatista, los aliados externos, CUP y comunes, están instalados a la arenga ideológica. Y así les va en las encuestas de intención de voto. Los antisistema dicen no a todo: al Ibex, a los presupuestos de la Generalitat, al capitalismo, al pequeño botiguer y a los grandes proyectos como la ampliación del aeropuerto y los Juegos Olímpicos de Invierno. “De acuerdo, pero ¿hay alguien más?”, se pregunta el currante que no tiene dinero para invertir en bonos del Estado (Serra) ni es terrateniente (Benet Salellas). A la zaga les sigue En Comú Podem, que intenta expiar sus culpas por haber apoyado las cuentas catalanas con un discurso muy similar, aunque sin tensar demasiado la cuerda con ERC, formación en la que ha depositado sus esperanzas de futuro municipal.
Aragonès, que ha sido cómplice de esos fuegos artificiales antisistema, es consciente ahora de que las prioridades pasan por afrontar la crisis en la que ya estamos inmersos, con precios al alza, inflación y una pobreza desbocada que afecta ya a una de cada cuatro familias catalanas. Y también es sabedor de que, en estas circunstancias, la colaboración público-privada es más necesaria que nunca. De ahí los guiños al empresario catalán en el acto de Pimec y a la colaboración con el Gobierno de Pedro Sánchez. De ahí el reconocimiento, no debió ser fácil en ese clima de acoso de sus socios, de que con el diálogo y el acuerdo institucional se obtienen buenos resultados. La permanencia en Barcelona del Mobile World Congress es un buen ejemplo.