Desde que el nacionalismo dio en utilizar el término Estado como sinónimo de España para no reconocer la existencia de una nación más allá de la catalana y la vasca, el uso del vocablo se ha extendido hasta la saciedad. La izquierda del PSOE, por ejemplo, lo emplea para empatizar con los independentistas; todavía no ha adoptado península como muletilla, al estilo de TV3, pero todo se andará. También algunos periodistas progres evitan siempre que pueden la palabra España.
En paralelo, quienes han acuñado esa terminología establecen una distancia ficticia entre el Estado y las instituciones que ellos mismos gestionan y a cuyas plantillas pertenecen como funcionarios. A juzgar por el lenguaje de JxCat, ERC, la CUP, incluso Catalunya en Comú, ninguno de esos partidos tiene nada que ver con la Administración pública española: ellos están en otra cosa. La comunidad autónoma no es Estado, como tampoco lo es una diputación o un ayuntamiento. Tampoco las universidades de las que tantos de ellos viven.
No se sabe muy bien qué son esas instituciones, más allá de víctimas agraviadas por un ente tenebroso y maligno que gobiernan desde Madrid castas empeñadas en perjudicar a los catalanes, movidas probablemente por un odio inspirado en la envidia.
Por eso precisamente cada vez cobra más sentido la iniciativa que encabeza Ximo Puig, el presidente de la Comunidad Valenciana, de emprender una nueva etapa en la desconcentración del Estado una vez demostrado que el sistema autonómico puede funcionar, como se ha visto en la lucha contra la pandemia desde una sanidad transferida.
¿Por qué no traer el Senado a Barcelona, llevar Puertos de Estado a Valencia, el Tribunal Constitucional a Cádiz o el Supremo a León? ¿O territorializar el patrimonio museístico tan abundante en la capital? Esa especie de federalización tendría la ventaja de facilitar una panorámica más periférica a las altas magistraturas asentadas durante siglos en Madrid.
Adicionalmente, pondría en evidencia la excentricidad de los políticos que denuncian un jacobinismo que ellos mismos practican, como ocurre en Cataluña, donde la máxima descentralización conocida hasta la fecha es el palacete-oficina que la Generalitat ha puesto al servicio de su expresidente Quim Torra en el casco antiguo de Girona.