Comienza la cuenta atrás para que las escuelas de Cataluña empiecen a aplicar la sentencia judicial que tumba el modelo de monolingüismo en catalán que impera en la educación de la autonomía. La constancia de las valientes familias que han peleado durante años por una enseñanza bilingüe está a punto de dar sus frutos, ya que los centros deberán impartir un mínimo del 25% de las clases en castellano en las próximas semanas. Pero los fundamentalistas tratarán hasta el último segundo de impedirlo.

Por ahora, con una huelga este miércoles apoyada por la misma Generalitat y, en el futuro, con un nuevo decreto ideado por el conseller Josep González Cambray con el que se pretende esquivar esta resolución y apuntalar todavía más algo que se niegan a reconocer: la imposición del catalán.

El catalán, por más que insistan los fanáticos y los subvencionados, goza de una salud de hierro. Está en el mejor momento de su historia, ya que nunca ha tenido ni tantos hablantes ni tantas personas que lo entiendan. Claro que, en un mundo globalizado dominado por el inglés y el español, su presencia queda reducida a un ámbito geográfico muy específico --como es lógico-- y pocas opciones tiene de trascender más allá --algo que no cambiaría con la independencia--. Y menos que lo hará si la manera de defenderlo pasa por su imposición y por las mentiras con las que se quiere reflejar una realidad inexistente.

Para muestra, el último informe del aún síndic Rafael Ribó, en el que retuerce y tergiversa los datos de una encuesta --con todas las precauciones que hay que tomar ante una encuesta de parte-- para concluir que se habla mucho castellano en la escuela. Allí incluye el idioma que hablan los niños en el patio y en el comedor, por ejemplo. Sin duda, esta manipulación describe al personaje que ha de velar por los intereses del ciudadano.

Todo forma parte de la construcción del relato nacionalista, cuyo eje vertebral es la lengua, el único rasgo que diferencia a los catalanes de los demás españoles. En todo caso, se empeñan en explicar que el catalán está en retroceso, aunque conociendo sus antecedentes con su hábil intervención de la realidad hay que ponerlo todo en cuarentena.

No obstante, si ello fuera así, ¿se han parado a pensar si existe una relación entre el procés y la supuesta desafección por el idioma impuesto? ¿Se han planteado si los productos para la difusión del catalán son los adecuados para tal fin --léase TV3, con personajes como Peyu, por no hablar del bufón Toni Albà o de Joel Joan, que tiene la desfachatez de asegurar en Crónica Directo que “cuando no hay risa y solo hay fanatismo todo se oscurece inmediatamente”--? Son ellos, precisamente, los que delimitan su uso con sus manifestaciones excluyentes, pero no hay más ciego que el que no quiere ver.

Su manera acomplejada de enfrentarse al mundo contrasta con la visión de una artista como Rosalía, que con una sola canción puso el catalán en boca de todos en 2019. Milionària fue un éxito mundial --uno más de esta artista inclasificable--, y el mejor vehículo para acercar este idioma a infinidad de rincones. Hizo más por la llengua con esta canción que lo que lleva haciendo el nacionalismo catalán desde Pujol, que no es otra cosa que poner muros y trabas.

Pero no es el único caso de éxito. Recientemente, Carla Simón se ha coronado en la Berlinale con Alcarràs, película rodada en catalán y, anteriormente, la serie de TV3 Merlí llegó a Atresmedia, primero, y a Netflix, después, aunque, eso sí, doblada. Pero es un paso y es posible que algunos espectadores se interesen por el idioma original, como lo hicieron con la letra de Rosalía. Sea como sea, que tomen nota los políticos y los radicales: más cultura y menos imposición, por el bien del catalán.