La invasión rusa de Ucrania nos deja algunas lecciones. No es la forma más óptima de aprender, pero para quienes nacen enseñados, esto es, aquellos que pretenden situarse fuera de las reglas de juego porque así lo mandan determinados delirios patrióticos, la respuesta de la Unión Europea a Vladimir Putin debería disuadirles de su egocentrismo. La pulla está dirigida a ese independentismo bizarro que un día quiso contribuir a la desestabilización de la UE, eso sí, ocupando un escaño en el Parlamento Europeo y beneficiándose de todas las ventajas que supone formar parte del club europeo. Y eso incluye formar parte de un sistema institucional avalado internacionalmente, aunque luego se pretenda dinamitar desde dentro.
La pulla, como decíamos, va dirigida a Carles Puigdemont, por su eurofobia, y a Oriol Junqueras, por sus comparaciones entre el procés y la guerra declarada por Putin. Los máximos responsables del procés se resisten a reconocer que su tiempo ya pasó, que lo del referéndum del 1-O fue un fracaso que nadie está dispuesto a repetir, que el ostracismo catalán que buscaban con sus propuestas rupturistas les equiparaba a los populismos emergentes en 2017, que una Cataluña outsider rompía con toda su tradición europeísta --¿recuerdan aquellos cuatro motores de Europa, a saber: Cataluña, Baden-Württemberg, Lombardía y Ródano-Alpes?--.
Y, sobre todo, que una cosa son las estructuras de estado y otra tener sentido de estado. Porque hay que ver la torpe visión que tuvo el fugado de Waterloo y sus acólitos al asegurar que la UE apoyaría la secesión catalana en dos días... para luego acusar a las instituciones europeas de “cobardes” y “mentirosas”. Calificativos que el propio Puigdemont escribió en un diario ruso, ya en plena búsqueda desesperada de cómplices procesistas. Fuera Putin, Gorbachov o China. Lo de los 10.000 soldados rusos prometidos por el conseguidor Víctor Terradellas ya forma parte de la loca, pero muy loca historia del procés.
El de Waterloo sigue haciendo de las suyas. Es decir, el ridículo. Ahora se ha inventado un ministerio de asuntos exteriores fake, pues depende de ese gobierno ídem que es el Consejo para la República, y evita votar a favor de ayudas financieras para Ucrania.
Por su parte, Junqueras se pone al mismo nivel que su eterno rival, comparando la invasión rusa de Ucrania con la represión de España sobre Cataluña. Al presidente de ERC ya no le hace caso ni su partido, que gobierna Cataluña con algo más de sensatez. Su delfín, Pere Aragonès, se despacha de vez en cuando con alguna bravata identitaria, pues la convivencia con Junts per Catalunya así lo exige, pero tanto el president como la consejera de Acción Exterior, Victòria Alsina, han cerrado filas con España y con la UE en el conflicto bélico.
Lo de acusar a Josep Borrell de hacer alusiones insidiosas a Puigdemont forma parte de ese postureo mediático. Y simular que se tienen competencias diplomáticas, resulta algo frívolo, pero se puede perdonar. Pero el Govern demuestra lealtad al club europeo. Como no podía ser de otra manera. El baño de realidad de la pandemia y de los Next Generation son un ejemplo. Afrontar una guerra son palabras mayores y Aragonès ha evitado las extravagancias.
Cataluña, en definitiva, no es país para la eurofobia. Nunca lo fue porque, por si sola, no puede afrontar temas tan trascedentes como el nuevo modelo energético, cuyo debate está acelerando la guerra en Ucrania, o si la UE se dota de un ejército propio siguiendo el modelo de Alemania, Francia o España. El procesismo lleva diez años elevando a la categoría de arte el dicho de “dime de qué presumes, y te diré de qué careces”. Presumir de nacionalismo en estos momentos no es la mejor tarjeta de presentación. Insistir en la independencia, esto es, en la alteración de fronteras territoriales, resulta perverso. Reiterar que, en una Cataluña independiente, todo iría mejor, es naíf.