Percibo en el ambiente una agresividad desmesurada contra quienes no se han vacunado (todavía) contra el coronavirus. Los mensajes que llegan a la población son cada vez más violentos y divisorios. Pareciera que quisieran enfrentarnos los unos contra los otros, algo que jamás pensaría de los gobernantes y sus altavoces… Hay quien, como Risto Mejide, sugiere marcar con una pegatina a quienes aún no llevan ninguna dosis en el cuerpo. Otros, como Juan del Val, los tratan directamente de apestados --aunque, con la boca pequeña, salva de la quema a los miedosos--. 

En algunos países de nuestro entorno cortan por lo sano y, fieles a su naturaleza, imponen la vacunación obligatoria para todo el mundo, cuando no para los empleados, o incluso recortan salarios a los antivacunas que deban guardar cuarentena y no puedan trabajar por ello. En España, en cambio, sea por el miedo que nos han metido en el cuerpo o por los avisos de que peligran los viajes y el terraceo con los amigos --bendito problema del primer mundo--, casi toda la población ha puesto su brazo a disposición de la ciencia, aunque nadie sabe todavía cuál es la efectividad de la vacuna pasados unos meses, ni si funciona con las nuevas variantes, ni si habrá que pincharse cada año. Solo se conoce que los inmunizados tienen menos números de terminar en la uci, que no es poco. Pero hay un porcentaje, pequeño --aunque con las cifras de inoculación actuales nos dijeron que ya habría inmunidad de rebaño--, que todavía no ha dado el paso. Y algunos han decidido que hay que ir a por ellos. Cuidado con eso.

La sociedad y los creadores de opinión los llama antivacunas, pero es un calificativo demasiado genérico para las personas que forman el colectivo. Por un lado, están los negacionistas, pandilla de ignorantes, porque se puede dudar de la magnitud de la pandemia, pero negar que el Covid-19 está y se lleva vidas por delante es de necios. El problema es que son los más ruidosos --aunque no mayoritarios-- dentro del grupo de los no vacunados, por lo que se tiende a creer o hacer creer que todos los que siguen sin inmunizar son como ellos, y se les denigra, ya sea por frikis o porque sus ideas se acercan mucho a los postulados de la extrema derecha. La realidad es que la fotografía es más amplia, porque también están los antivacunas al uso, que se oponen a todas las curas por si se vuelven autistas, y que también incluyen a quienes sospechan de que en cada dosis va un chip. Son distintos de los que tienen miedo a las agujas o a las posibles reacciones adversas del antídoto. Por otra parte, en este grupo también aparecen personas sin apenas vida social, sin riesgos, con poco contacto con otras personas, que piensan que para qué se van a meter “eso” en el cuerpo. Y, por último, los hay que prefieren esperar a ver cómo evoluciona todo, a saber a ciencia cierta la efectividad de las dosis, y que no descartan en absoluto el pinchazo en el futuro. No obstante, a todos ellos se los considera egoístas. Y sí, seguro que los hay; seguro que varios de ellos ni se vacunan ni respetan ninguna medida sanitaria. Pero, cuidado, porque no hay que permitir que nos dividan más como sociedad. Tan insolidario puede ser el vacunado como el no vacunado si no se usa mascarilla ni se mantienen las distancias --que no son pocos--. Y viceversa. De hecho, si estamos como estamos es porque aquí han fallado los unos y los otros. Por ello es tan peligroso señalar al contrario, algo que, por desgracia, tenemos muy presente en la Cataluña del procés.

En este escenario, no deja de llamar la atención el odio y el rechazo a los no vacunados que se va esparciendo por la sociedad. Son numerosos los inmunizados que opinan que los no vacunados que enfermen y acaben en el hospital deben pagarse ellos el tratamiento. Y este pensamiento es peligroso, porque, si así fuera, con qué moralidad se iban a oponer a que los fumadores con cáncer de pulmón, o los alcohólicos o drogadictos se paguen también de su bolsillo los cuidados, por poner unos ejemplos. Podemos ir a más, y que todo aquel que enferme de lo que sea tenga que demostrar que es una desgracia del destino, que él no ha hecho nada para terminar así, y por ello debe ser atendido por la sanidad pública. Es todo demasiado complejo como para reducirlo a pro y antivacunas. Ya se sabe que el miedo deriva en odio y, eso, lleva al lado oscuro, como decía el sabio filósofo Yoda. No lo permitamos. Es responsabilidad de cada uno saber con quién va a tomar un café y dónde lo hace.