Por razones no del todo conocidas, en estos momentos España está en mejores condiciones que el resto de Europa en lo que se refiere a la expansión del coronavirus. En Alemania, por ejemplo, se cifran en 674 personas infectadas por cada 100.000 habitantes en las últimas dos semanas, mientras que en España apenas pasan de 113.
Pues bien, el Gobierno en funciones de Angela Merkel ya ha aprobado el endurecimiento de medidas para el acceso a lugares de ocio a los no vacunados y obligarles así a entrar en razón, para lo que debe ponerse de acuerdo con los Ejecutivos regionales, como pasa aquí. En Austria, donde las cifras son peores, ya han vuelto recurrir al confinamiento.
Mientras tanto, nuestras autoridades no dejan de marear la perdiz, de amagar con medidas que no acaban de poner en marcha; un síndrome ya conocido de pánico a tomar una decisión que pueda molestar a algún colectivo y que se traduzca en una posible pérdida de votos. Da cierta risa oír hablar al conseller de Salud, Josep Maria Argimon, de derechos individuales al referirse a la exigencia del pasaporte Covid para acceder a restaurantes o gimnasios, cuando ya es preceptivo en otros locales de ocio.
Parece mentira que no tomen nota de lo que ocurre a su alrededor. Solo el rumor de que se podría pedir para el acceso a todo tipo de establecimientos públicos ha generado colas de ciudadanos sin cita previa en centros de vacunación masiva como Sant Pau o la Fira de Barcelona. Gente que, por las razones que sea, aún no ha completado la pauta de inmunización ahora se da prisa porque tiene planes para el puente de la Constitución o para las Navidades y teme verse obligada a cambiarlos si se generaliza la implantación del pase. La eficacia de la medida, incluso el runrún de su implementación, parece sobradamente demostrada.
En estos momentos, la política es una actividad muy conservadora, mucho más pendiente del qué dirán de los electores que de los ideales o los proyectos que los partidos presentaron en las elecciones.
Como la memoria es flaca, conviene recordar algiunos episodios. Hace menos de tres meses, la Generalitat tiraba cohetes por el fin de los peajes en algunas autopistas catalanas. Lejos de poner en marcha medidas para paliar los efectos negativos de su desaparición, personajes como Jordi Puigneró se dedicaron a sacar pecho y reclamar indemnizaciones del “Estado” por el “expolio” de 50 años de peajes, como si la propia Generalitat no hubiera dado jamás una concesión de vías rápidas.
Pues, bien. 80 días después del final de aquel expolio, la falta de mantenimiento de esas autopistas –505 kilómetros-- ha provocado un gran aumento de los accidentes –el 62% en los causados por la irrupción de animales en la calzada-- y de la inseguridad debido a que nadie repara el firme, ni retira los coches averiados, como tampoco los objetos que pierden camiones y coches. Los agujeros que hacen los jabalíes en las redes metálicas que protegen los viales de las bestias siguen abiertos. El incremento del tráfico, que en algunos tramos de la AP-7 en Girona supera el 60%, convierte la circulación en algo incómodo y peligroso, básicamente porque la mayor parte de los recién incorporados son vehículos de gran tonelaje que viajan a más velocidad que los turismos.
Todo el mundo sabía que el fin de las concesiones requería un mecanismo para financiar la conservación de las vías rápidas; se sabía desde que se anunció el fin de las concesiones. Y muchísimos ciudadanos hubieran firmado por mantener unos peajes destinados al mantenimiento costeado por los usuarios, pero la política que practicamos huye de ese tipo de decisiones pragmáticas como gato escaldado, lo que para desgracia de los catalanes no deja de ser coherente con la demagogia y victimismo empleados de antemano.