Jordi Pujol y Miquel Roca impulsaron la Operación reformista con la que trataban de construir un partido liberal, entre el PP y el PSOE, que ocupara parte del espacio que la extinta UCD dejaba libre y que les diera más influencia en la formación de gobiernos nacionales. Aquel intento, que nació tras el gran éxito de CDC en las autonómicas de 1984, en pleno escándalo por el caso Banca Catalana, un triunfo que el diario monárquico ABC premió con el título de Español del año para el entonces presidente de la Generalitat, se saldó con un enorme fracaso en las elecciones generales de 1986.
El Partido Reformista Democrático (PDR), que concurrió aliado a varias formaciones regionales de centro y que había conseguido reclutar nombres muy ilustres para acompañar a Roca --Florentino Pérez, nada menos, fue su cabeza de lista por Madrid--, no logró obtener ni un solo diputado.
Convergència nunca hizo un balance de aquella aventura, pero Pujol tampoco escatimó esfuerzos para difundir allí donde pudo la idea de que la debacle respondía al anticatalanismo de los españoles. No ens volen ("no nos quieren"), decía en sus conciliábulos de aquellos días como una primera conclusión pendiente de un análisis posterior más profundo que jamás llegó. El PDR, que contó con importantes apoyos mediáticos y de lo que hoy llamaríamos el Ibex, liquidó deudas, por así decirlo, y se disolvió.
El impulsor --y responsable-- en segundo plano de aquella operación no se privó de inocular el veneno identitario a quien quiso oírle. Era su contribución a la discordia entre catalanes y el resto de españoles, una manera de alimentar el relato que entonces se hacía sin dar la cara y que posteriormente se utilizó abiertamente para sustentar el procés.
Esa forma de romper la baraja del juego democrático en una demostración de escasa nobleza y gran deslealtad ha tenido un hilo conductor en la política catalana. Lo vemos con frecuencia. La última vez, esta semana con el rechazo de Pere Aragonès a participar en el encuentro de Valencia, Baleares, Aragón y Cataluña, promovido por las patronales de las cuatro comunidades, que se ha celebrado en Zaragoza.
Territorios unidos por vínculos históricos, comerciales y sociales tratan de poner en común sus intereses para potenciar la colaboración económica poniendo el foco en la logística, la industria, el turismo y el sector agroalimentario. Excepto Aragonès, que ha preferido dejar la silla vacía, como le reprochó Jéssica Albiach, el resto de los presidentes han acudido.
Es ridículo que la teatralización de la política institucional catalana lleve a sus dirigentes a actuar como si estuvieran al frente de un Estado independiente --incluso enfrentado a España-- lunes, miércoles y viernes, los días en que toca no asistir a las conferencias de presidentes, desairar al jefe del Estado o asumir las competencias de una línea férrea de la Senyorita Pepis; mientras que martes y jueves lo hacen como la comunidad autonómica que son.
El desdén de Aragonès, que Francina Armengol y Ximo Puig se han tomado como un desaire inútil --imagino lo que pensará Javier Lambán--, solo contribuye a generar distancias y malentendidos entre los habitantes de los cuatro territorios que un día formaron la Corona de Aragón. Justo lo contrario de lo que pretendía la cumbre del jueves: estrechar los lazos empresariales para mejorar las relaciones políticas. La consellera de Presidència, la enviada del president a Zaragoza, ha colgado en la web de su departamento una foto en la que aparece con los presidentes de Aragón, Valencia y Baleares en la que explica sus esfuerzos por convencer a los "territorios de habla catalana para defender el catalán". O sea, que remachó el feo de su jefe dándoles la brasa con un llamamiento a favor del frente por la lengua. Y es que ya se sabe: No es volen.