El cuarto aniversario del 1-O ha pasado desapercibido. La movilización de la calle fue minoritaria a pesar de los esfuerzos de esa parte del movimiento que intenta repetir el momentum a toda costa (ignorando a los que se han sentido engañados tras 2017) y lo más destacado fueron los incidentes de después. Otra muestra de un fenómeno que ha llegado para quedarse, el de la violencia que ejercen grupúsculos que aprovechan cualquier ocasión para hacer acto de presencia y generar el caos.
La desmovilización de la llamada sociedad civil no tiene reflejo en los partidos que defienden la secesión, inmersos en el marco de la efeméride en una carrera sobre quién es más independentista pero que, a la hora de la verdad, son incapaces de llegar a un pacto sobre un nuevo referéndum. De hecho, el discurso del presidente, Pere Aragonès, en el que aseguraba que “esta vez sí” se avanzaba de forma imparable hasta el estado propio solo generó más desafección entre los suyos. Si lo tiene tan claro, ¿por qué no ha hecho ningún movimiento al respecto hasta la fecha?
En la calle, el debate ha estado a años luz de estas reivindicaciones vacías. Los llamados problemas reales marcan incluso la agenda de los numerosos medios de comunicación que viven del Govern y son punta de lanza de sus tesis. ¿Quién va a reiterar el debate sobre en qué momento está el secesionismo cuatro años después de su día grande si Cercanías está colapsado?
Al final, el debate es el de las infraestructuras. El del bloqueo del grueso del transporte público del área metropolitana por una huelga con más visos políticos que económico-laborales. El promovido por unos maquinistas que no quieren que sus contratos sean subrogados, con unas condiciones que están en el aire, del Estado a la Generalitat en el traspaso de Rodalies Renfe.
Gobierno y Generalitat ultiman cómo ejecutar el cambio de operador de los trenes, una reivindicación histórica del gobierno catalán que asegura que con una gestión directa se acabarán con los problemas de las líneas. De nuevo, una promesa sin sustancia ya que, de entrada, lo que provoca los retrasos endémicos en las Cercanías catalanas es la falta de mantenimiento e inversión en la red de Adif y no en Renfe. Es decir, fallan las catenarias, los raíles y la tecnología que se usa, no los trenes. Pero para avanzar hacia el control de las llamadas estructuras de estado se tropieza otra vez de forma estrepitosa. Se divisa el fracaso y el recurso de la cantinela de que la culpa es de Madrid. De que todas las responsabilidades de los problemas de Cataluña se deben buscar en Moncloa, nunca en el Palau de la Generalitat y entre sus muy bien pagados dirigentes.
Se debe reconocer la habilidad de Pedro Sánchez de sacarse marrones de encima. Aprovechó el desbarajuste entre los socios del Govern para achacarles la decisión de no ampliar el aeropuerto de El Prat, un proyecto que no aunaba consenso ni siquiera en la coalición PSOE-Podemos, y ahora entrega Rodalies a la Generalitat y elude el desgasto de los problemas futuros que tendrán las líneas. Infraestructruas cada vez más usadas por el número creciente de ciudadanos que se han instalado en el área metropolitana ante los altos precios de Barcelona que requieren de grandes inversiones que, por ahora, no se esperan.
El debate es el de las infraestructuras. Lástima que, por enésima vez, los dirigentes catalanes solo lo mantienen el relato indepe. Otro ejemplo de que la política catalana ha perdido el ser práctico.