La pandemia ha magnificado las carencias de nuestros políticos en materia de gestión, ya sea en el Ayuntamiento de Barcelona o en la Generalitat, ambos edificios ubicados en la plaza Sant Jaume, frente a frente. Hemos llegado al punto de que hacen la vista gorda con los botellones (actividad prohibida en Cataluña), porque es gente con ganas de divertirse y pasarlo bien y, ya se sabe, que lo han pasado muy mal con la pandemia. Y, además, las “actitudes violentas y delincuenciales” que ha habido en esas fiestas ilegales y de las que nadie se responsabiliza tapan todo lo demás. Digo yo que, si hubieran impedido las farras, lo otro tampoco habría ocurrido. Muerto el perro… Pero no hay medios. Ni ganas.
Llegados a este punto, la Generalitat se plantea, ahora en serio, la apertura del ocio nocturno, pero… con el pasaporte Covid. No se les ocurrió pedirlo cuando la pandemia estaba disparada y pretenden implementarlo ahora, que está en horas bajas y con pocas perspectivas de rebrote, dado el elevado número de ciudadanos que han pasado la enfermedad y los que están vacunados. Sin embargo, ningún documento de acceso puede frenar los contagios; incluso los inoculados pueden transmitir el patógeno. Sería más efectivo que, antes de entrar en la discoteca, se realizaran pruebas de detección del SARS-CoV-2. Seguro que hay fórmulas más eficaces que demostrar si se está inmunizado o con PCR negativa. ¡Ah!, que tiene truco: la aplicación es más que nada para incentivar la vacunación.
Mientras aumenta el control sobre la juventud desbocada, pasa por alto la situación de las escuelas. Se están disparando los contagios en las aulas de infantil y primaria, que son las franjas de edad que aún no tienen la vacuna. Pero los niños no tienen la culpa. Son los padres que dejan al pequeño en el colegio enfermo, aunque casi siempre se les pide que se queden en casa ante el mínimo resfriado. Nada, como quien oye llover. Seguramente muchos no tienen alternativa, que tienen que trabajar, no tienen con quien dejar a los retoños y la Administración tampoco aporta soluciones. Dice que las ofrece, sí, o que lo mirará, como en tantas otras cuestiones, pero a la hora de la verdad el camino es demasiado tortuoso.
Más allá de los problemas de cada uno para tener a su hijo enfermo en casa, también hay un punto de irresponsabilidad. Como el que va al cine y se quita la mascarilla (el nivel de analfabetismo es preocupante, porque, antes de la proyección de la película, se avisa por escrito de que el cubrebocas es obligatorio durante toda la sesión). O el que ya se mueve por el mundo sin ningún tipo de precaución. Mentalmente, la pandemia ha terminado para mucha gente. Piensan que, si están vacunados, es muy muy difícil que terminen en la uci o en el ataúd. Que ellos ya han sido bastante solidarios con la inoculación, y que se apañen los demás. Aun así, hay otros indicios de que todo vuelve a la normalidad.
Algunos ejemplos de esta normalidad: la CUP quiere otro referéndum, la ANC prepara el cuarto aniversario del 1-O y Madrid ens roba hasta el mejor cruasán de España. El Parlament homenajea a Quim Torra cuando se cumple un año de su inhabilitación, el síndic Ribó ve insuficientes los indultos y pide la amnistía para los políticos condenados por el otoño caliente, y el presidente catalán, Pere Aragonès, se arrodilla ante Carles Puigdemont, porque la detención del expresidente en Cerdeña “demuestra que Cataluña nunca será próspera en España”. Y Puigdemont, de regreso a Bruselas desde Cerdeña, se topa con “un grupo de españoles” que le gritan “como energúmenos” cosas tan fuertes como “¡Viva España!” y “¡Que no existen los Países Catalanes!”. Justo lo contrario que otra pareja española, que le desea “mucha suerte”. Que quede claro que no tiene ningún problema con el país vecino ni con sus ciudadanos.