Estos días se ha estado dando por sentado que la inversión de 1.700 millones en la ampliación del aeropuerto de El Prat lo convertirá en un enlace internacional de primera categoría. Pero no es verdad. Esas obras mejorarían su capacidad de manera que estaría en condiciones de asumir más vuelos transoceánicos, pero serán las aerolíneas las que decidirán si les interesa establecer nuevos enlaces con Barcelona. Y lo harán si tienen demanda, o sea si hay empresas que necesiten viajar a Cataluña con frecuencia.
La ampliación de las instalaciones actuales es condición necesaria, pero no suficiente para que se convierta en un hub. Su capacidad máxima es de 55 millones de pasajeros/año y en 2019 ya se alcanzaron los 52 millones.
¿Quién desea potenciar el aeropuerto, además de los empresarios? Aena y el Gobierno central, por supuesto. El partido que reúne a los antiguos convergentes, JxCat, también. Su máximo representante en la Generalitat, el vicepresidente Jordi Puigneró, lo dejó claro en las negociaciones con el gestor aeroportuario, como ha vuelto a hacer tras la congelación del proyecto.
Catalunya en Comú, la marca local de Podemos, se ha opuesto desde el principio. Está contra la mínima afectación de la laguna La Ricarda, pero sobre todo mantiene una posición contra del crecimiento económico –son herederos del anticonsumismo visceral de Julio Anguita-- y, en el caso de Ada Colau, contra las empresas en general. Los alcaldes de la zona que rodea El Prat que militan en el partido, lógicamente, mantienen la posición. Como la ministra Yolanda Díaz, cuya preocupación por el ecosistema del Baix Llobregat no parece perturbar el sueño a Pedro Sánchez.
Lo más difícil de entender es el papel de ERC. Pere Aragonès conocía desde la primera conversación que la pista que se proyectaba ampliar lo haría por el este, donde está el espacio natural; como sabía que el dossier incluía una propuesta para preservarlo y ampliarlo en una zona colindante. Aena ha puesto sobre la mesa la documentación que demuestra el consenso entre el Gobierno central y la Generalitat para llevar la idea a Bruselas a fin de obtener su aprobación preceptiva.
No se trata, como dice Aragonès en un intento de marear la perdiz de que el origen de la ruptura sea su tuit crítico con un proyecto avalado por el gobierno que él mismo preside, sino de que ERC ha cambiado de opinión en cuestión de días y se ha situado frente a sus aliados –de Madrid y de Barcelona--, acercándose peligrosamente a las tesis de la CUP, el coaligado en la sombra.
La respuesta contundente de la Moncloa deja al descubierto la dudosa fiabilidad de los republicanos –hay quien dice que lo llevan en los genes--, como ya quedó de manifiesto en la experiencia de los dos tripartitos. Aun y poniendo en riesgo su apoyo en el Congreso, si el Gobierno consigue que el relato veraz de lo que ha pasado con el proyecto de ampliación de El Prat llegue a los catalanes habrá dado un gran paso para poner en evidencia la bisoñez y el sectarismo de quienes dirigen Cataluña: son capaces de jugarse el futuro del país con tal de echarle un pulso a su socio en el Govern y rival en el liderazgo del independentismo, además de demostrar que a izquierdistas no les gana ni la CUP.
Una jugada de Pedro Sánchez que puede ser inteligente y audaz, pero que deja una pregunta inquietante sobre la mesa. Después de este episodio, ¿cómo puede seguir fiándose de ellos en el Congreso?