La sentencia del Tribunal Constitucional (TC) que rechaza el uso del estado de alarma para adoptar medidas extraordinarias de limitación/suspensión de derechos fundamentales de los ciudadanos en la lucha contra el coronavirus es un varapalo al Gobierno, y también constituye el último capítulo del espectáculo que ha dado el país desde el inicio de la pandemia.
La máxima autoridad judicial le da un revolcón al Gobierno con un dictamen en el que ha invertido un año y que responde a un recurso interpuesto por Vox contra el estado de alarma después de haber apoyado en el Congreso el decreto que lo proclamaba; una contradicción que parece una burla del sistema, motivo más que suficiente para no haberlo tomado siquiera en consideración.
Pero, ¿quién habrá dicho a los miembros del TC que en el espíritu del legislador constitucional el estado de alarma no era concebido como instrumento para luchar contra las epidemias y facilitar los confinamientos? Gabriel Cisneros, uno de sus redactores, defendió la figura del estado de alarma aludiendo explícitamente a situaciones de epidemia en junio de 1978 en la Comisión Constitucional. Y así fue aprobada su inclusión en la Carta Magna. El Tribunal Supremo también se había pronunciado hace poco sobre este asunto y dejaba, efectivamente, el estado de excepción como el marco más adecuado para situaciones de grave alteración del orden público.
Es fácil sospechar que algunos de los miembros del Constitucional estaban pensando más en el Gobierno, con el que tienen cuentas pendientes como la no renovación del propio tribunal, que en el famoso decreto.
Vaya por delante que, como ha dicho Margarita Robles, a la sazón ministra de Defensa y en su día magistrada del Tribunal Supremo, los integrantes del Constitucional podrían haber tenido un sentido de Estado más elevado y no contribuir al tremendo lío en que se encuentran los españoles frente al Covid; no fomentar el espectáculo nacional.
Desde marzo de 2020, este país no ha parado de dar bandazos en la línea de una crispación política omnipresente. En lugar de pactar una base común para afrontar un problema tan grave, el Congreso se convirtió en el teatrillo de la erosión contra el Gobierno aprovechando sus fallos y tropiezos. Cada una de las seis prórrogas del estado de alarma se convirtió en un mercadeo sinsentido.
Josep Maria Argimon, el conseller de Salud catalán, ha reconocido que las últimas medidas adoptadas por la Generalitat son insuficientes, que deberían aplicarse en toda Cataluña, no solo en algunos municipios. Pero sabe que eso es imposible porque la justicia no lo permitiría. En un gesto que lo dignifica, también ha reconocido sus propios errores en la desescalada.
El Gobierno central ha pasado el marrón a las autonomías para que se entiendan con sus respectivos tribunales superiores de justicia, y al Tribunal Supremo para que dirima los recursos y dicte doctrina. Es muy arriesgado decirlo, pero me atrevería a asegurar que esa larga cambiada de Pedro Sánchez difícilmente se habría producido si el partido de Argimon, como otros, no hubiera convertido cada renovación del estado de alarma en ocasión propicia para coser a puyazos a quien asumía toda la responsabilidad pese a que las competencias sanitarias son autonómicas.
Ahora, quienes se examinan ante sus TSJ son los gobiernos regionales. Algunos de ellos han sido incapaces de justificar con cifras y datos sus decisiones y las previsibles consecuencias de éstas, tal como les reclamó el Supremo en mayo. Por eso, comunidades como Cataluña, Cantabria y Extremadura --esta última con poca fortuna-- han tenido que hincar los codos a última hora, como los malos estudiantes, para superar la nota de corte.
El Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) ha dado el visto bueno a las propuestas de la Generalitat con la salvaguarda de que respeten la sutil distinción que hace el Tribunal Constitucional entre limitación y suspensión de derechos en una sentencia filtrada parcial e intencionadamente, pero que ni siquiera se conoce en su totalidad. Parece que el espectáculo continúa.