La celebración de la verbena de Sant Joan se ha convertido en el icono catalán de una nueva ola de coronavirus debido al contagio masivo de gente joven que participó en fiestas sin cumplir las mínimas normas de prevención vigentes tras el final del estado de alarma.
Las infecciones se han disparado y, aunque parece ser que las ucis no se llenarán, las hospitalizaciones aumentan. Estos datos, más las medidas restrictivas adoptadas por las administraciones autonómicas, han provocado la reacción de países emisores de turismo. Las repercusiones económicas no serán del todo visibles a corto plazo, pero cuando haya que devolver el dinero prestado por la Unión Europea los servicios públicos esenciales sufrirán.
Los jóvenes son los protagonistas de las verbenas, los botellones y las fiestas desmadradas. Y cuando se ha abierto una ventana de vacunación destinada a ellos se han lanzado en plancha hasta agotar las dosis disponibles en pocas horas. Y no está claro que lo hayan hecho para cortar la transmisión del virus.
Sospecho que buscan algo así como la autorización para mantener el ritmo de vida, ese que nos ha llevado a donde estamos, como también veo que en este país nadie habla claro ni señala los problemas allí donde están. Si un joven de 22 años conduce a 160 km/h la policía le sanciona, pero si participa en un botellón prohibido solo se le dispersa; y cuidadito en cómo se hace que al agente de turno se le puede caer el pelo.
No estoy seguro de los motivos de fondo de este sinsentido, pero quizá tienen que ver con los intereses electorales: nadie quiere enfrentarse a ese colectivo de votantes. Y, también, con la educación que reciben en sus casas, donde no solo son el centro de atención, como siempre ha ocurrido, sino que se han convertido en unos reyezuelos que hacen lo que les rota con el consentimiento de unos padres incapaces de influir en sus hijos, de hacerles entrar en razón. Es probable que ese nuevo papel del joven esté relacionado con la brecha digital que le separa de sus progenitores, la mayor parte de los cuales creen que la destreza de sus vástagos como usuarios de internet les refuerza en un mundo real en el que ellos han perdido pie. El becerro de oro de la tecnología presidiendo el salón de cada casa.
Pensaba en todo esto el miércoles cuando hacía cola bajo el Arc del Triomf. La Consejería de Salud había anunciado unas horas antes el despliegue de unidades de vacunación para mayores de 40 años y en especial entre 60 y 69 años: los colectivos que ingresan en los hospitales en estos momentos. En Barcelona situaron la primera de estas unidades en un barrio donde abundan personas con dificultades idiomáticas e informáticas, más vulnerables que la media.
Una hora antes de que el camión medicalizado cedido por Seat empezara a trabajar, el 80% de quienes formaban la larga cola no pasaban de los 30 años. Según dijeron a los miembros de la Cruz Roja que trataban de convencerles de que se marcharan, habían oído en “la radio”, así en general, que allí se vacunaba a los jóvenes. Algunos de ellos aludieron a medios de comunicación marginales que también habían informado erróneamente.
Salud dijo después que los jóvenes no habían sido vacunados, pero no fue eso lo que ocurrió. Solo unos pocos ingenuos desistieron y abandonaron la cola tras las reiteradas advertencias de los voluntarios. Todos los demás acabaron recibiendo la dosis. Desde la muchacha que alentaba a los de su alrededor a montar un pollo para obligar a los sanitarios a ponerles la inyección --había una discreta dotación de Mossos d’Esquadra--, hasta la que lamentaba que en otros países los jóvenes ya estuvieran vacunados.
También oí cómo una explicaba que su novio vive en Mallorca y que allí todos han recibido el pinchazo, pero 20 minutos después un exhibicionismo pueril delataba sin querer su presencia furtiva en la cola: en una semana ella también estaría en la isla, de ahí las prisas. Mientras guardaba el cuarto de hora preceptivo tras el pinchazo, tres de ellas abandonaban el lugar satisfechas. “Pues, al final, ha valido la pena”, decía una, orgullosa de su gesta. Era la misma que había sido malinformada por los medios de comunicación, pero que extrañamente estaba al tanto de que allí solo se inyectaba la Janssen, la unidosis, y que si la conseguía ya tendría el verano libre.