La gestión de los egos es el principal trabajo de cualquier gestor de equipos. Todos lo tenemos y lo sacamos a relucir de vez en cuando, es condición humana. El problema es cuando el ego se come a la persona y esta muta a personaje, a un peón de terceros muchas veces incluso de forma involuntaria.
Esto es, en cierto modo, lo que le ocurre a Oriol Mitjà. En Un año a corazón abierto (Destino) queda clara su condición de epidemiólogo brillante, con una carrera sólida y una voz que merece ser escuchada. Pero existe una diferencia entre este perfil y sentirse la única persona capaz de gestionar una crisis como la que ha conllevado el coronavirus y cargar las tintas contra las Administraciones Públicas (en general) desde una posición que exuda superioridad.
Que la gestión de la pandemia ha sido mejorable a todos los niveles es una opinión de consenso. El reto era mayúsculo y se ha fallado incluso a nivel europeo --a ver cómo se recupera la tan dañada Unión del fracaso de conseguir vacunas--, pero también se deben reconocer trabajos casi de excelencia que han sobrepasado el ámbito político. Como, por ejemplo, el del sector de la distribución que propició una cadena de suministros constantes. Solo nos quedamos sin papel de WC por un comportamiento de consumidor que se debe analizar desde el punto de vista sociológico.
Mitjà asegura que en su libro intenta mostrar que ha vivido una vida de “persona humilde que cree en la cultura del esfuerzo y la revolución de las cosas”. Es posible. Tanto, como que perdiese este objetivo con el calor de los focos mediáticos. Narra sin tapujos lo que él considera una ruptura con el Gobierno catalán por la negativa de Pere Aragonès (y del resto de ERC) de dejarle vía libre para marcar las directrices de la Generalitat en la gestión de las restricciones y por la resistencia de los republicanos en aplicar el plan de desconfinamiento que él había dictado junto a su “grupo de expertos”.
Al final, el epidemiólogo ha conseguido que Aragonès y la consejera de Salud, Alba Vergés, ganen un punto en este sentido. No por buena gestión (que no), sino por tener un sentido democrático mínimo. Todo político se debe rodear de asesores y a todos nos iría mejor que fueran verdaderos expertos en la materia, pero no se debe buscar una voz unipersonal (o de un solo equipo). Es igual de válida la opinión de Mitjà como la de cualquier otra persona con menos pericia en el mundo de los virus, pero con mayor conocimiento de la gestión de lo público. Las realidades son poliédricas.
Más allá de esta cuestión, no se debe olvidar que ser elegido en las urnas otorga una responsabilidad que no se puede sustituir. El respeto institucional es eso, y en Cataluña lo hemos perdido demasiadas veces en los últimos años. En la crisis del coronavirus es posible que existiera una voluntad de querer asegurarse sillas pero, aunque sea por carambola, este respeto se preservó.
La Generalitat ni está ni se la espera en las grandes decisiones que se toman en el territorio --ni siquiera en las operaciones industriales en ciernes, entre otros movimientos--. Se ha llegado al extremo de que el empresariado intenta minimizarla en el reparto de los fondos Next Generation por los problemas derivados de la pugna partidista para facilitar la investidura de Aragonès, tal y como avanzamos este domingo. Intenta definir los proyectos que recibirán una inyección de capital para la transformación económica (no el rescate de empresas quebradas) y que permitirán esquivar una crisis profunda al margen del Ejecutivo catalán.
Que en estos meses se haya evitado que se pierde también el valor de la institución habla bien del Govern. O, como mínimo, de lo que queda de él.