El nivel del procesismo es tan bajo que, el pasado viernes, con ocasión de la toma de posesión de la nueva presidenta del Parlament, Laura Borràs, fueron muchos los catalanes no independentistas que invocaron aquella frase mal atribuida a la película Johnny Guitar, “miénteme y dime que me quieres”. Pero ni por esas. Instalada en su nueva war room, mucho más grande que aquel despacho compartido con Quim Torra, Josep Costa y Francesc de Dalmases, cuando los cuatro debutaron como diputados, Borràs ha declarado la guerra al Estado español. No explica qué tipo de armas utilizará, pero amaga con la desobediencia. Algo que en realidad podría hacer cuando quisiera sin necesidad de blindajes, es decir, sin recurrir a esas astucias soberanistas, que se nutren de juegos de palabras, eufemismos y neologismos, que luego tanto defraudan.
Esta legislatura acaba de comenzar y no sabemos qué recorrido tendrá, pues las negociaciones para formar el nuevo Govern parecen encalladas. Entre otras cosas porque esos miembros de la war room andan crecidos últimamente. Los cuatro han tenido o tienen causas penales, dos de ellos por supuesta corrupción. Borràs, por fragmentar contratos, mientras que Dalmases fue investigado por el desvío de subvenciones de la Diputación de Barcelona supuestamente a través del chiringuito que se montó con Víctor Terradellas. Sí, el de la operación Voloh. El de la trama rusa.
Pero eso no impide que los cuatro se pasearan ufanos por los pasillos del recién constituido Parlament, mientras su lideresa proponía una enésima reforma del reglamento de la Cámara a la medida de Junts per Catalunya (JxCat), en primer lugar para salvarse ella misma de la suspensión judicial. Lo otro, lo del blindaje del hemiciclo ante las resoluciones del Tribunal Constitucional, ya se verá. Principalmente, porque es imposible. Y porque, que sepamos, Borràs no tiene ni puñetera idea de cómo va a evitar que la justicia actúe en caso de ilegalidad.
Ese es el “monstruo” que admiten los republicanos haber creado. El de una Laura Borràs que se cree por encima de esas instituciones que asegura respetar. Que está convencida de que el liderazgo se ejerce castigando a todo aquel catalán que no piensa como ella. O que siendo independentista como ella, como sería el caso de Roger Torrent (ERC), opta por cumplir la ley evitando la investidura telemática de Carles Puigdemont. “¿Tú, inmunidad; y yo, a la cárcel? Ni hablar”, reflexionaron de forma coral los republicanos cuando el fugado hizo valer su supuesta inmunidad. Porque hace dos años ya largos que el expresidente da vueltas a eso del blindaje parlamentario para cometer delitos.
Los neoconvergentes --etiqueta que no le gusta nada a Borràs, transversal ella, aunque esté rodeada de muchos convergentes reciclados-- no ha perdonado a ERC que Puigdemont no fuera ungido presidente y que Torra perdiera el acta de diputado. Y es que hubo un tiempo --o dos-- en que el partido de Oriol Junqueras supo plantar cara a sus socios de Govern. Los mismos con los que ahora pretende reincidir.
Pere Aragonès no ha logrado ampliar su base electoral y gubernamental, pero sí el ego de Borràs a fuerza de silencios y concesiones. La presidenta del Parlament anda muy crecida. Tanto que Puigdemont tiene la mosca detrás de la oreja. Puede que, con tanta pleitesía convergente, Aragonès esté intentando que la CUP salte del barco y se complique su propia investidura.
Una estrategia arriesgada, la de buscar una mayoría de izquierdas alternativa “porque no queda otro remedio”, que el vicepresidente en funciones debería explicar muy bien. Pero, a juzgar por las confesiones que Aragonès ha hecho en petit comité sobre la presión de Puigdemont y la escasa diferencia de votos entre ambos, su pacto con JxCat evoca otra frase mítica, en este caso del filme Las amistades peligrosas: “No puedo evitarlo”.