Ninguna de las explicaciones que se han ofrecido desde la dirección de Podemos ni desde sus adláteres ayudan a entender el último movimiento de Pablo Iglesias, un dirigente populista que desde hace unas semanas había perdido pie en la política del país y, sobre todo, en su escenificación.
La moción de censura de Murcia, una iniciativa del PSOE coherente con los continuos exabruptos del líder de Podemos, merecía una contestación porque los socialistas estaban proclamando a los cuatro vientos que su asociación en la Moncloa no era extensible ni permanente. Tampoco fiable, por supuesto.
Aquel terremoto, al que siguieron la disolución de la Asamblea de Madrid y las mociones de censura de Madrid y de Castilla y León, dejó enmudecido a Podemos. Asistía a la infidelidad manifiesta de su socio con la boca cerrada, porque en buena ley el PSOE no tenía más compromiso que el del Consejo de Ministros y la reciprocidad no constaba, como ya se había encargado de anunciar Podemos.
Pablo Iglesias, que entiende la política como un juego de mesa, encontró finalmente la respuesta idónea. Una jugada teatral que le propone como falsa alternativa a Isabel Díaz Ayuso (el PP obtuvo 30 diputados en las últimas elecciones, frente a los siete de Podemos), pero que trata de anular a su rival en la izquierda del PSOE, Mas Madrid, que obtuvo 20 escaños en las últimas elecciones autonómicas.
Una apuesta que oculta un segundo propósito, adicional a la obligada respuesta al socio infiel. Dos pájaros de un tiro. Podemos ha desaparecido en Galicia, sestea en el País Vasco y en Cataluña, pese a la meritoria campaña de Jèssica Albiach, apenas se mantiene, pero no cuenta; una posición más difícil aún cuando Salvador Illa ha remontado hasta ganar las elecciones. Y en Madrid las encuestas dicen que el 4 de mayo quizá no consiga entrar en la Asamblea.
El gesto de Iglesias tiene todos los síntomas de la desesperación, del terror ante el presumible fracaso del fin del bipartidismo que él mismo y Albert Rivera protagonizaron pero no han sabido administrar.
Ada Colau apoyando a ciegas su salida del Gobierno y Jaume Asens evidenciando que pese a trabajar en Madrid sigue sin enterarse de nada --ayer explicaba en la radio la serie de televisión que le había recomendado “Pablo” como muestra de su proximidad al machote alfa de la izquierda real-- son prueba fehaciente del despiste de una izquierda radical tan de casta y tan cortesana como la derecha que dice combatir.
(Y, mientras tanto, José María Aznar se frota las manos viendo cómo ha puesto a Pablo Casado contra las cuerdas de Vox y la izquierda inicia el mismo camino de vuelta, quizá sin pretenderlo).