Ya los tenemos a todos en la calle. Junqueras, Forcadell, Romeva, Cuixart, Bassa, Forn, Rull, Turull y Sànchez pasean a sus anchas y lanzan proclamas incendiarias en los mítines de la campaña electoral del 14F.
La Generalitat ha vuelto a desafiar al Tribunal Supremo y les ha concedido el tercer grado. No han pasado ni dos meses desde que el alto tribunal advirtiera de que no se cumplen los requisitos para aplicar ese beneficio penitenciario, pero al Govern se la suda.
Es probable que, en breve, vuelvan al presidio --ahora solo van a las celdas a dormir entre semana-- pero, de momento, los nueve sediciosos actuarán de acicates para animar el voto independentista. Únicamente han pasado tres años entre rejas pese a sus largas condenas --aunque, a todas luces, insuficientes-- por uno de los delitos más graves que hay en una democracia (y cuatro de ellos, también por malversación).
Visto lo visto, no me negarán que tiene guasa que todavía haya terceristas bienintencionados que se opongan a que el Gobierno recupere la competencia sobre prisiones que se transfirió a la Generalitat en 1983. Fue uno de los primeros botines que se cobró Pujol y que hoy se antoja incomprensible.
En todo caso, todas las formaciones constitucionalistas que se presentan a estos comicios coinciden en lanzar críticas implacables al independentismo catalán. Y no les falta razón. El procés, además de todas las ilegalidades que ha comportado, ha roto la convivencia en Cataluña, ha tirado a la basura una década y ha causado una decadencia económica y social sin precedentes, a la que será difícil darle la vuelta.
Sin embargo, la mayoría de los líderes secesionistas siguen emperrados en sus mensajes rupturistas (sin renunciar a la independencia unilateral), amenazadores (“lo volveremos a hacer”) y supremacistas (el desprecio hacia el resto de España y hacia los catalanes castellanohablantes o los que rechazan la secesión es una constante).
Ante este panorama, sorprende que haya una parte del constitucionalismo que apueste por tratar de desinflamar la situación, evitar polémicas, esquivar los choques. La sociedad catalana --y también la del resto del país-- da muestras evidentes de cansancio y hartazgo, y estas almas cándidas entienden que lo mejor para todos es sentarse a negociar una salida, una reconciliación, un reencuentro. Esto es, volver a la estrategia de cesiones para ver si de una vez por todas los radicales se calman un poco. En algunas ocasiones, hasta confiesan su deseo de recuperar la pax pujolista.
Craso error.
Fue precisamente Pujol quien inoculó el virus del nacionalismo en todos los ámbitos de la sociedad. Fue Pujol quien alumbró la figura del català emprenyat (que después engordaron y aprovecharon indignados editorialistas para divulgar el victimismo). Fue Pujol quien llevó a extremos nunca vistos el chantaje --sin mucha oposición de PSOE ni de PP, todo hay que decirlo-- a los diferentes gobiernos nacionales. Y fue el heredero de Pujol, Artur Mas (aunque ahora, de forma vil y cobarde, proclame su inocencia) quien dio a Cataluña el último empujón hacia el precipicio.
En definitiva, la etapa pujolista --con los paños calientes que se aplicaron a sus iniciativas-- instauró las bases del procés. El precio de su efímera e ilusoria estabilidad ha sido muy alto y lo pagaremos durante mucho tiempo. ¿De verdad alguien en su sano juicio cree que la salida pasa por recuperar aquel supuesto oasis? ¿Es razonable contemporizar con quienes aseguran que destruirán el Estado en cuanto tengan oportunidad? ¿Es prudente tender la mano a los que prometen morderla? ¿Es sensato insistir en el mismo proceder y esperar un resultado diferente?
Repetir las equivocaciones del pasado nos lleva inexorablemente al mismo callejón sin salida. Estamos a tiempo de evitarlas.