La situación que vive Cataluña no se puede analizar sin atender su pasado político más reciente. La pugna entre las dos fuerzas políticas que forman el Govern, que ha llegado a cotas indecentes, ya dura demasiado. No es de ahora. El mundo del que intenta vivir Carles Puigdemont no es otro que el convergente, aunque es un espacio que se ha fragmentado, porque era plural ya con Jordi Pujol como máximo dirigente. Y aunque ha incorporado a dirigentes prepolíticos, como Laura Borràs o Josep Costa --el vicepresidente irredento del Parlament-- conserva las características del convergente que aprendió a conservar el poder y a luchar por mantenerlo.
Lo que acontece es que se ha manifestado en todo su apogeo la inmoralidad convergente que no quiere perder el poder y que, por todos los medios a su alcance, intentará que ERC tenga las mayores dificultades posibles para lograrlo. Todo lo que lleva a la práctica Junts per Catalunya, con esas artimañanas convergentes, va encaminado a erosionar a Esquerra y a crear una situación de caos, sin asumir ni la realidad social y económica del país ni entender que la política exige en estos tiempos otros modos y otros objetivos.
Convergència perdió el poder en 2003, con la formación del tripartito que presidió Pasqual Maragall, e interiorizó en ese mundo que le habían robado algo propio. Lanzó una campaña feroz, con la elaboración del Estatut, para que Maragall no pudiera aprobar un Estatut que podía capitalizar para un segundo mandato. Como si se tratara de una subasta, incrementó el listón nacionalista arrastrando a ERC para que el PSC descarrilara. ¿Creía CiU --en aquel momento Unió mantenía la federación nacionalista de CiU-- en un nuevo Estatut, pensaba en los elementos prácticos y en la necesidad real de ese instrumento político? Para nada. Sólo era un método para buscar la ruptura del tripartito. Y, como en anteriores ocasiones --con Banca Catalana, como bien explica Jordi Amat en su libro sobre Alfons Quintà, El hijo del chófer-- CiU acordó con el Gobierno central sacar adelante el Estatut, en una actitud poco digna de quien siempre dice anteponer el país y carga contra las fuerzas “sucursalistas”.
Ese momento es importante para entender que, desde entonces, la subasta se ha mantenido, con los vaivenes de ERC, que nunca ha sabido muy bien cuál era su sitio, desde el punto de vista ideológico y nacional.
Pero la inmoralidad se ha incrementado ahora, porque se juega con toda la ciudadanía catalana y con las propias instituciones del país. Arietes como Ramon Tremosa, que han conocido bien los postulados convergentes de siempre --al margen de si militaba o no en el partido de Pujol-- demuestran que no hay ninguna voluntad constructiva, que, de hecho, el país les da bastante igual. Se ha demostrado en el pasado y se comprueba ahora. Con una administración hecha a su medida, con convergentes situados en todas las instancias de poder --desde colegios profesionales hasta todo tipo de asociaciones-- el dirigente convergente es un profesional del poder. Conoce sus mecanismos y sabe cómo se comportan el resto de fuerzas políticas.
Por eso en breve llegará la hora de la verdad para saber si Cataluña puede tener futuro a medio plazo. Porque, conociendo esa realidad, el problema lo tiene ERC. En el pasado reciente no ha demostrado la independencia necesaria para dejar colgado de una vez al hermano mayor. Al revés. En la elaboración del Estatut fue capaz de votar en comisión junto a CiU, dejando al PSC e ICV, con quienes formaba el Govern de la Generalitat, después de una apuesta valiente --Artur Mas había ganado las elecciones y se le dejó en la oposición-- con un palmo de narices. Se sacaba de la manga cosas como derechos históricos para incrementar el nivel de la subasta, que el PSC no supo cómo parar, porque el objetivo era conseguir un Estatut para Pasqual Maragall.
La inmoralidad es grave, porque no se trata sólo de un grupo de dirigentes, sino de la inoculación en una gran parte de la sociedad catalana de esas prácticas, de utilizar la administración para el uso particular, de machacar al adversario político con una falsa idea de patria, de considerar que sólo ellos son los verdaderos catalanes. Es esa parte de la sociedad catalana la que no puede tener remedio, porque no tiene ningún interés en abrir los ojos.
En el comportamiento electoral la apuesta por una fuerza política tras confiar durante años en otra es extraña y poco común. Pero sí lo es pasar a la abstención por un tiempo. Y eso es lo que se dirime en Cataluña: la posibilidad de que todos esos convergentes que se sumaron, sin pensar cinco minutos, en opciones como las de Puigdemont, sepan ahora que la inmoralidad tiene un límite y que reflexionarán en sus hogares durante el día electoral para que se produzca la catarsis que necesita “el país”.