Libertad sin ira, cantaba Jarcha en plena Transición. Una llamada a la reconciliación de las dos Españas. Es muy posible que, de esa letra ya mítica, Quim Torra no quiera acordarse. Empeñado en derrocar el régimen del 78, el expresidente pide libertad, sí, pero con mucha ira. Tanta que en la despedida que le montaron ayer los suyos en el Parlament recurrió al lenguaje bélico. Era la confrontación que pide Carles Puigdemont, pero elevada a la enésima potencia.

“España es el enemigo”, dijo Torra en la Cámara catalana, donde los diputados cobran por trabajar, negociar, legislar y avanzar. Pues si España es el enemigo, ¡que se ponga!, podríamos añadir al más puro estilo Gila. Sin embargo, las soflamas vertidas por quien ha ostentado la presidencia de la Generalitat sin pena ni gloria, arropadas por Junts per Catalunya e incluso por ERC, son más preocupantes que risibles.

Alguien sabio dijo una vez que, en las guerras, son las clases altas las que luchan con más fuerza porque son las que más tienen que perder. Torra, el que defendió la cruenta vía eslovena para lograr la independencia y elogió a los gurús de la desobediencia que buscan mártires, pertenece a una clase social, que sin ser alta o burguesa, es pudiente y austera. Eso es algo muy convergente, muy pujolista --luego hemos sabido dónde y cómo guardaba el dinero el clan Pujol--.

En tiempos de su coalición con UDC, se decía que eran los democristianos los que tenían el pedigrí, mientras que entre sus socios abundaban los nuevos ricos. Como bien recordó ayer el líder del PPC, Alejandro Fernández, en un discurso tan conciso como contundente, poco le va a faltar a Torra, pues tendrá una pensión de cienmileurista que no encaja con esa supuesta represión que aplica el “enemigo”. Al respecto, y en otra intervención brillante, la líder parlamentaria de los comunes, Jéssica Albiach, se refirió a quienes han alargado el proceso independentista con la única finalidad de aferrarse al cargo.

En efecto, nadie se acordará de Torra por sus méritos independentistas y, mucho menos, por sus políticas sociales o económicas. Fue nombrado por descarte --los procesados Carles Puigdemont, Jordi Sánchez y Jordi Turull fueron las primeras opciones-- y concluye su mandato inhabilitado y sustituido por Pere Aragonès en funciones. Pero esa provisionalidad --el presidente vicario-- alcanza a todo su mandato, hasta el punto de haber bloqueado con sus intereses partidistas esas instituciones catalanas que tanto asegura defender.

Con su renuncia a convocar elecciones, Torra ha paralizado el Govern y el Parlament, utilizado ayer de forma descarada para rendir homenaje al “derrocado”. En paralelo, Junts per Catalunya, ERC y CUP plantaban tres comisiones parlamentarias en las que se debían debatir y votar políticas sociales y anticorrupción. Y no porque coincidieran con esa pantomima de pleno --normal que el PSC decidiera no estar presente--, sino porque no les dio la gana.

Está claro que el expresidente “humanista” y “corajudo” --así le define el converso convergente Albert Batet--, y quienes todavía le hacen la corte, ha preferido las hazañas bélicas que el buen gobierno. Lo hemos visto en plena pandemia, cuando Torra estuvo más entregado a la pugna estéril con el Gobierno que a buscar soluciones.

Torra, eso sí, es un hombre leído. Siempre es recomendable revisar a E.M. Forster: “Si mi país me viera obligado a elegir entre mi país y un amigo, espero ser lo suficientemente valiente como para escoger a mi amigo”.