Las noticias surgidas en los últimos tiempos en torno al exrey Juan Carlos han reabierto el debate sobre la monarquía en España con una intensidad inédita hasta ahora. Cada vez son más --y/o más potentes-- las voces que sugieren aprovechar la delicada situación por la que pasa la Corona para plantear un cambio de régimen, de monarquía parlamentaria a república.

Sin embargo admito que, pese a ser republicano, no tengo argumentos sólidos para tratar de convencer a los monárquicos de que --por sí misma-- una república es mejor para los intereses de los ciudadanos que una monarquía parlamentaria. Una república no es por definición ni más democrática, ni otorga más derechos a los ciudadanos, ni les garantiza mayor bienestar, ni es más justa, ni más equitativa que una monarquía parlamentaria.

Además, habida cuenta de las mayorías necesarias para esta reforma constitucional --dos tercios del Congreso y el Senado, elecciones, de nuevo dos tercios del Congreso y del Senado, y referéndum de ratificación--, me temo que tenemos monarquía para décadas.

En todo caso, la situación actual invita a abrir múltiples reflexiones sobre esta cuestión entre los republicanos. Una de ellas es cómo seducir a los monárquicos --o a una parte significativa de ellos-- para que se sumen al bando repúblicano y así hacer efectivo ese cambio de régimen.

En este contexto, cabe remarcar que la Corona representa la unidad del Estado --artículo 56 de la Constitución--, un concepto que está íntimamente vinculado con el de igualdad --que la Carta Magna cita hasta en seis ocasiones--.

Nadie duda de que esta presunta igualdad de derechos y obligaciones de los ciudadanos españoles ha quedado seriamente dañada mediante el permanente y desordenado proceso de descentralización al que se ha sometido el Estado durante las últimas cuatro décadas. El Estado federal asimétrico que, de facto, rige en España no solo ha provocado heterogeneidades, inequidades y agravios territoriales impropios de una democracia moderna occidental, sino que tampoco ha servido para alcanzar el objetivo que se pretendía con ellos: contentar a los nacionalistas. Así las cosas, el escenario en el que nos encontramos nos brinda la oportunidad de corregirlo.

Los partidos más favorables al régimen monárquico son también los que más abogan por armonizar la distribución de competencias y por reforzar el peso de la Administración General del Estado. Ofrecer a los monárquicos una república realmente igualitaria podría convencer a muchos de ellos de las ventajas del cambio de régimen.

¿En qué podría consistir esa república? Muy sencillo. La propuesta pasaría por recuperar para la Administración General del Estado una veintena o treintena de competencias relevantes actualmente transferidas a las comunidades autónomas (CCAA), entre ellas, la educación --implantando un sistema con el 80% del contenido común en toda España--, la sanidad, las fuerzas de seguridad, la recaudación de impuestos cedidos, prisiones, la administración de justicia, las relaciones exteriores, los medios de comunicación públicos, la normativa laboral, la legislación comercial, la gestión urbanística, la regulación de los funcionarios --eliminando los obstáculos a la movilidad entre comunidades--, los transportes, las carreteras, la gestión de recursos hidráulicos, las consultas y referéndums, y cualquier otro elemento que implique diferencias por el hecho de vivir en una región u otra dentro del territorio nacional.

Además, la proposición a los monárquicos debería incluir la supresión de todos los derechos históricos o forales: no hay nada más opuesto a una república que los fueros locales, además de que si nos cargamos a una institución rancia como la monarquía, es razonable hacer lo mismo con el resto de figuras anacrónicas --¿qué sentido tienen anomalías como el concierto económico vasco, el convenio navarro o los derechos civiles regionales?--. Por supuesto, cualquier referencia a la consideración de una comunidad autónoma como nación estaría prohibida.

El presidente de la república --según esta propuesta-- encabezaría el ejecutivo y sería elegido por sufragio universal directo --no por el legislativo, como ahora, evitando así los chantajes de partidos minoritarios y nacionalistas--. Y se deberían asegurar otros elementos complementarios, como proteger constitucionalmente el derecho a recibir educación pública en español en todo el país --al menos el 50% en los territorios con más de una lengua oficial--, erradicar las multas lingüísticas, certificar la presencia de los símbolos nacionales en todos los edificios públicos... En definitiva, un plan para instaurar una república en forma de un verdadero Estado federal. Con todas las consecuencias, claro.

Para garantizar a los monárquicos que la oferta va en serio, esta reforma debería hacerse simultáneamente a la supresión la Corona. Además, la nueva estructura competencial debería blindarse constitucionalmente. Ninguna de las competencias exclusivas de la Administración General del Estado podría transferirse o delegarse --total o parcialmente-- en el futuro a las CCAA o entes locales salvo que así lo aprobasen las Cortes por una mayoría reforzada (tres cuartas partes o cuatro quintos de las dos cámaras parece un criterio razonable).

Estoy convencido de que una propuesta de este tipo (cambiar al rey por un sistema que asegure la igualdad real de los ciudadanos) ayudaría a persuadir a muchos monárquicos de que dejen de serlo, y tendríamos más cerca la Tercera República. Porque de eso se trata, ¿no?