No sé exactamente qué le pasa a este Gobierno surgido de la mayoría parlamentaria frankenstein que no atina en su gestión, que no da una a derechas, frase con la que la sabiduría popular define con sensatez cuestionable cómo hay que actuar para hacer las cosas correctamente.
Y no se trata ya de que Pedro Sánchez se equivoque, que lo hace con frecuencia, sino que sus errores tienen la virtud de ofender a la oposición en lo más profundo de sus principios hasta el punto de tensar el ambiente y llevarlo al punto de crispación.
Sería injusto e inexacto decir que lo ha hecho todo mal en relación a la pandemia porque, aunque ha cometido errores, no parece que esté por encima de la media europea. Como sería disparatado afirmar lo contrario: la negociación con Bildu para la última prórroga del estado de alarma aún está demasiado reciente.
La agresividad de las protestas de estos días contra el Gobierno, con manifestaciones motorizadas y caceroladas incluidas, no son algo nuevo en nuestro país. Las hemos visto siempre que ha gobernado la izquierda: del 93 al 96, contra Felipe González; desde el 2004 y hasta el 2011 para echar a José Luis Rodríguez Zapatero (el político con más apoyo popular de la democracia, con 11 millones de votos en las dos legislaturas que gobernó); y ahora, con Pedro Sánchez.
Es así, la derecha es inmune a esas manifestaciones extrainstitucionales, con la única excepción de las que se produjeron entre el 11 y el 14 de marzo de 2004, cuando José María Aznar se empeñó en retorcer las evidencias del atentado islamista de Madrid. Ni siquiera en los momentos más críticos de los mandatos de Rajoy, durante el proceso de la Gürtel, se vio una tensión parlamentaria, mediática y callejera parecida a la que han sufrido siempre los gobiernos del PSOE.
Pedro Sánchez, que se enfrenta a una crisis sanitaria y económica sin precedentes, no para de cometer errores. Es cierto, pero desde luego cesar a un coronel de la Guardia Civil no ha sido uno de ellos.
Las organizaciones de base del cuerpo quieren saber ahora por qué destituyen a un jefe, aunque no consta que antes se interesaran por conocer las razones de su nombramiento. También guardaron silencio cuando el general al mando de la Benemérita en Cataluña celebró el día de su patrona el año pasado, en las mismas barbas del entonces director general de la Guardia Civil, con una glosa sobre su papel en la lucha contra los CDR y en la condena de los organizadores del 1-O. Como callaron cuando hace unos días el mismo militar ponía broche a otra fiesta hablando de cómo la institución ha evitado los “delirios independentistas”. Dos intervenciones muy ajenas a lo que se espera de un militar.
Puede que en este campo la equivocación fuera, en realidad, dar una segunda oportunidad para que el general hiciera un discurso impropio. También cabe la posibilidad de que, en caso de haber actuado a tiempo, el segundo de la Guardia Civil no hubiera caído en la tentación de dar un portazo a unos días de su jubilación en señal de protesta por el cese del coronel, justamente un teniente general que el Gobierno había colocado en las primeras ruedas de prensa de Fernando Simón para normalizar la imagen de los uniformados ante los españoles.
Como ha ocurrido en otras etapas en las que la crispación ha ocupado la calle, nunca faltan los voluntarios que se suben al carro, vistan de uniforme o lleven togas, como la jueza instructora que se ha atrevido a lanzar una advertencia/amenaza al ministro del Interior. Al final, no es una cuestión de derechas o de izquierdas, sino una situación de emergencia provocada en medio de una crisis objetiva muy grave en la que las alternativas que se quieren presentar a los ciudadanos son la anarquía (Gobierno) o la autoridad (oposición).