No hace demasiados años, las críticas a las mayorías absolutas eran inmisericordes. Era un lugar común de opinadores de todo el espectro ideológico arremeter contra la imposición del “rodillo parlamentario” en el Congreso de los Diputados por parte de aquellos partidos que tenían más de 175 escaños.

El mainstream aspiraba a un futuro en el que las formaciones políticas se vieran obligadas a pactar entre sí o a negociar coaliciones para gobernar. Y había incluso quien se atrevía a asegurar que las mayorías absolutas --ya fueran de Felipe González, de José María Aznar o de Mariano Rajoy-- suponían un lastre para la joven democracia española.

Insistían en que un modelo basado en la búsqueda de equilibrios de geometría variable sería más representativo, más plural y generaría beneficios para el sistema político y para los ciudadanos en general.

Pues bien. Ya hemos llegado a ese anhelado destino y el panorama no puede ser más desolador. Las posibilidades de constituir un gobierno son casi nulas, como hemos comprobado tras las últimas citas electorales. Y, en caso de conseguirlo, la resultante es un engendro de una inestabilidad inédita y casi insoportable.

En apenas cuatro meses, el Gobierno de coalición de PSOE y Podemos ha sufrido tantas crisis que es difícil hacer un recuento mínimamente exhaustivo de todas ellas. En este corto espacio de tiempo, hemos sido testigos de sonadas broncas en relación a la ley de libertad sexual, a una posible investigación del rey Juan Carlos, a las medidas económicas asociadas a la puesta en marcha del estado de alarma, a las fórmulas para facilitar el aplazamiento del pago de alquileres e hipotecas, a la prórroga de los ERTE, a la implementación de la renta mínima vital y, de colofón, a la derogación de la reforma laboral.

En este último caso, además, el PSOE nos ha brindado el bochornoso espectáculo de ir a mendigar a EH Bildu un puñado de votos que permitieran al Gobierno sacar adelante una nueva prórroga del estado de alarma. Una situación equiparable a las súplicas a ERC también en las últimas semanas.

Los detractores de las mayorías absolutas se imaginaban un futuro esplendoroso en el que un partido de centro moderado desequilibraría la balanza hacia derecha o izquierda en función de las necesidades del país, formando o facilitando gobierno con socialistas o populares para allanar el camino hacia una suerte de arcadia feliz y razonable, y que, además, serviría para evitar el chantaje de los nacionalistas.

Pero lo cierto es que eso no ha ocurrido. Ciudadanos no ha sabido --o no ha querido-- ocupar ese espacio, que finalmente se han repartido PSOE y PP. Sin embargo, en los extremos sí han aparecido y se han consolidado nuevas formaciones radicales que marcan la agenda de los socialdemócratas y los liberal-conservadores, arrastrándolos a posiciones inverosímiles y alejándolos de la sensatez, la prudencia y la racionalidad.

El sábado pasado, el expresidente del Congreso, exministro de Defensa y expresidente de Castilla-La Mancha, José Bono, hizo una apología de las mayorías absolutas. “Creo que los gobiernos de mayorías absolutas son más coherentes, más baratos y más eficaces”, dijo durante una entrevista en La Sexta Noche.

Resulta difícil no darle la razón. Y es que a veces los sueños se convierten en realidad, pero en forma de pesadillas.