Han sido muchos años. El relato se había instalado de tal manera en las conversaciones cotidianas, en las bromas periódicas, en los comentarios de los medios de comunicación, en las charlas familiares, que ahora no se podían dejar de lado: lo que viene de España es sospechoso. La seriedad, el análisis sosegado y frío, la asunción de la realidad han quedado, de nuevo, desbordados por el prejuicio, la inquina y la falsedad. La crisis por la pandemia del coronavirus ha destapado en Cataluña un mundo paralelo que, esta vez, sí puede quedar superado por la urgente necesidad de lo que Ortega y Gasset recomendó a los argentinos: “¡Argentinos! ¡A las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos. No presumen ustedes el brinco magnífico que dará este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrirse el pecho a las cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas directamente y sin más, en vez de vivir a la defensiva, de tener trabadas y paralizadas sus potencias espirituales, que son egregias, su curiosidad, su perspicacia, su claridad mental, secuestradas por los complejos de lo personal”.
Hay en esas palabras algunas lecciones que son aplicables al conjunto de los catalanes pero, principalmente, a los nacionalistas. En un momento tan complicado en toda España, se ha rechazado el apoyo del Ejército, simplemente porque se ha insistido durante todos estos años en reflejar una imagen que ya no es cierta, que ya no existe. ¿Es la UME, la Unidad de Emergencias del Ejército, un pelotón de militares invasores españoles? Sólo ese ejemplo, ese rechazo que se ha producido por intentar levantar hospitales de campaña en Sabadell o en Sant Andreu de la Barca, con el conocimiento y la complicidad de las autoridades locales, ilustra hasta qué punto los malos aires se habían instalado en Cataluña.
Con una reivindicación permanente sobre la necesidad de dotar de competencias reales al Govern de la Generalitat, con la queja de que se vulneraban por parte del Gobierno central, se ha dejado de gobernar Cataluña. Sencillamente no hay gobierno. Ha sido un proceso progresivo, un desgaste continuo, que ha tenido su cénit con los Ejecutivos de Mas, Puigdemont y Torra. Se vive del relato, del prejuicio frente a una España que dejó de existir hace décadas --es un Estado democrático tan válido, con virtudes o carencias, como lo pueda ser en estos momentos Francia, Reino Unido o Italia, por poner tres países con distintas dificultades--, de la inercia de una administración que en su día tuvo vigor, pero que ahora es incapaz de gestionar las residencias de ancianos.
La responsabilidad es de los dirigentes políticos, claro, de esa lucha infame entre los que bebieron de las fuentes del nacionalismo conservador de Convergència i Unió y los que desde las comarcas catalanas se sintieron perjudicados y abrazan una fuerza tan heterodoxa como Esquerra Republicana. Pero es también y, principalmente, de los gurús nacionalistas, de profesores y periodistas, de escritores, artistas y actores, que han vivido de forma confortable gracias a un sistema de prebendas. Muchos de ellos han ido reforzando un relato que se basa en una premisa a prueba de fuego: lo que viene de España es premoderno, los españoles no saben hacer las cosas --las que decía Ortega--, son brutos, no son europeos. Y ante todo eso habría que aislarse --el famoso confinamiento total que defiende Quim Torra es una buena imagen--, independizarse, buscar el apoyo de potencias europeas, como Alemania o... Israel, el pueblo elegido.
Han sido muchas las pruebas que en estas semanas han surgido para corroborar esta interpretación. Desde el rechazo total a los planes que pueda elaborar el Gobierno de Pedro Sánchez, que tiene como estandarte al catalán Salvador Illa, ministro de Sanidad, hasta ponerse al lado de Holanda, porque cómo se va ayudar a España, un país que despilfarra y que puso en marcha el primer AVE ¡de Madrid a Sevilla!
Tal vez la crisis del coronavirus que tantas cosas podría cambiar a medio plazo pueda lograr un cambio serio en Cataluña y se apueste por la colaboración, por el trabajo entre todos --somos el mismo pueblo peninsular, resultado de una mezcla total durante siglos-- y por aprender a gestionar nuestras propias cosas, comenzando por las residencias para los mayores. Porque esa cuestión acabará resultando un símbolo en muchos ámbitos. Y es que también en Madrid se ha producido un verdadero desastre. Somos iguales. Y, por tanto, también debemos aprender juntos a hacerlo mejor. Y olvidar ya de una vez los prejuicios, los relatos falsos y las quimeras.