Alfred Bosch se metió en política cuando ERC, el partido de sus simpatías, empezó a tocar pelo; o sea, poder. Pasó del Ayuntamiento de Barcelona al Consell Executiu, pero con cargo; o sea, de moqueta a moqueta. Y al final ha pagado el precio que tocaba --alto-- por ese itinerario, de relumbrón en relumbrón.
Bosch es un escritor inteligente y muy politizado al que un personaje tan plano como Quim Torra ha podido tocar la cara: su candidez ha confirmado aquella famosa acusación del president a la gente de ERC cuando dijo que iban a la mesa de diálogo de Madrid con el lirio en la mano. Y eso es lo que ha hecho Bosch, se ha creído que vivía entre amigos y que podía contener el escándalo de Carles Garcias, su jefe de gabinete. No sabía dónde estaba.
Y no lo sabía porque no había entendido que en los partidos se despide y repudia a la gente antes de aplicar un juicio con garantías, que se les condena antes de que exista una sentencia; basta con que sean acusados (imputados) por un@ o vario@s compañer@s.
Es un código de transparencia superético que, lógicamente, no cumple ninguna organización política, como acabamos de ver con la CUP y su bizarro alcalde de Argentona. Son adornos democráticos en los que no creen, pero que usan para presumir de unas garantías impostadas. En realidad, solo existen para agredir al adversario. Y siempre puede aparecer un incauto, como Bosch, que no acaba de entender que se trata de un postureo.
La política de marketing que nos gobierna se apoya en banalidades muy vistosas como esos protocolos de emergencia por acosos sexuales con los que presumir, como hace ahora Presidència de la Generalitat, y cepillarse al político de turno que ha caído en desgracia. En el caso del republicano, es obvio que ha sido víctima de las tensiones entre JxCat y ERC a propósito de un muchacho tan agresivo como salido al que el conseller apreciaba y, quizá, consideraba inocente.
Lo más llamativo de esta historia, no obstante, es su propio desenlace. Las primeras quejas aparecieron en septiembre del año pasado y fueron circulando hasta alcanzar la cúpula de ERC; o sea, a Marta Rovira, en Suiza, y a Oriol Junqueras, en la cárcel de Lledoners. Llegaron antes al exilio y a la trena que a Palau.
Un circuito increíble tratándose de empleados de la Generalitat y que solo se puede explicar por el hecho de que todos ellos --agresor y víctimas-- eran militantes republicanos y que, en consecuencia, buscaron la sanción en sus instituciones internas: ni los tribunales ordinarios, ni la Administración. Tienen tan repartida la Generalitat --los cargos y los sueldos-- por partidos que parecen dos gobiernos paralelos. En consecuencia, uno de los nuestros debe ser juzgado por nosotros, como en las películas de Martin Scorsese.