La elección de Juan José Omella como presidente de la Conferencia Episcopal Española es una buena noticia, especialmente para el Gobierno, cierto, pero también para el país.

Los sectores más conservadores le guardan cierto recelo --le llaman el cardenal de los separatistas-- por su papel como mediador entre el Gobierno del PP y la Generalitat separatista de Carles Puigdemont en 2017, y también porque se manifestó a favor de penas suaves para los políticos que perpetraron el 1-O, aunque también es verdad que se pronunció de motu propio con motivo de la DUI, condenándola. El nacionalismo catalán tampoco le tiene mucha estima. Primero, porque no es catalán, sino de la Franja de Ponent, turolense y español. Después, porque no le baila el agua, aunque le teme y conoce la profundidad con que su ideología excluyente ha calado en la iglesia catalana.

Omella ha sufrido en carne propia la agresividad desvergonzada del soberanismo, que le ha abroncado sin reparos por no usar el catalán en la misa por los difuntos del 17A o por negar el mismo rango protocolario al presidente de la Generalitat que al jefe del Estado o al presidente del Gobierno en esa misma ceremonia. Prudente como solo un obispo puede serlo, ha procurado no entrar como elefante en cacharrería en la estructura que heredó de Lluís Martínez Sistach, sino trabajar paso a paso en la seguridad que da el sistema de la prueba y el error.

En Madrid no lo saben, o sencillamente prefieren ignorarlo. Pero el nuevo presidente de la Conferencia Episcopal fue el que permitió que Ràdio Estel, una cadena eclesial con cierta potencia y arraigo, organizara una tertulia de actualidad política en la que el soberanismo no tenía mayoría, contrariamente a lo que ocurre con el resto de las emisoras, privadas y públicas, del país. La campaña organizada por la llamada iglesia de base contra ese atentado a la realidad de la Cataluña oficial le hizo desistir, consciente de que está en inferioridad de condiciones en la Conferencia Episcopal Tarraconense, de aplastante mayoría indepe.

Su designación le refuerza personalmente en Cataluña, es obvio, porque evidencia el apoyo del Vaticano, pero lo más importante es el papel que podrá desempeñar en Madrid con un Gobierno dispuesto a tomar medidas y aprobar leyes muy sensibles para los intereses de la Iglesia. La ley de libertad sexual, la de educación, la asignatura de religión, el IBI de los edificios eclesiásticos --los que se dedican al culto y los que no--, la eutanasia, su propia financiación, son cuestiones abiertas que pueden convertirse en un conflicto, por lo que tener al otro lado un interlocutor moderado como es el cardenal Omella supone una ventaja.

Pedro Sánchez tendrá difícil no sucumbir al posturero y a la política de gestos si la aritmética parlamentaria y la coyuntura económica le impiden implementar el programa de gobierno que ha pactado con Podemos. Y ahí se topará con la Iglesia. Haría bien en repasar la etapa de José Luis Rodríguez Zapatero, que se encontró a los obispos --entre los que no estaba Omella-- encabezando manifestaciones callejeras contra políticas que molestaban en las sacristías. En algunos casos lo hizo equivocándose, dado el poder y la influencia que aún tienen en nuestra sociedad. El hecho de que el propio Zapatero acabara mejorando en un 37% la aportación voluntaria de los españoles a la iglesia católica en el IRPF, la única confesión que cita el impreso de la renta, es un dato revelador y útil para hacer balance de la relación de aquellos gobiernos socialistas con el Vaticano.

(En 2017, último ejercicio fiscal con cifras oficiales, la Iglesia recaudó 268 millones de euros por la casilla del IRPF, la cantidad más alta desde que en 2007 Zapatero hizo el cambio de asignación tributaria).