Escribía George Orwell que ver lo que tenemos delante de nuestros ojos requiere de un constante esfuerzo. Acertó. Congreso de los socialistas catalanes en pleno proceso negociador con ERC para obtener su apoyo a la investidura de Pedro Sánchez. Mal momento, es obvio. Seguro que cuando fue convocado, la fecha tenía más en cuenta el eventual calendario político catalán que el español. Al final, el solapamiento de la investidura le juega una mala pasada al partido que aspira a convertirse un día en el centro de la política autonómica catalana.
Lástima que el congreso ha dejado, de nuevo, demasiadas dudas sobre el rostro real del socialismo catalán. Empeñado en diferenciarse del PSOE, con esa enfermiza costumbre de seguir el carril de distinción que abre el nacionalismo, el PSC ha pasado unos días de extrañas piruetas ideológicas, pero que marcarán su futuro inmediato. Lengua, soberanía y otros asuntos menores no han sido resueltos a largo plazo. Como casi todo lo que sucede en los últimos (y líquidos) tiempos, han quedado solo apañados para el próximo periodo electoral.
Parecía que el PSC iba en serio con la cuestión lingüística cuando anunció que estaba dispuesto a abrir el debate público. Daba la impresión que las dos almas con las que siempre convivió empezaban a fusionarse a medida que los Maragall, Geli, Castells, Elena, Nadal, etcétera, se habían alejado del partido y sucumbido a la llamada del nacionalismo. Pero no. Salvador Illa y Miquel Iceta, en este orden de prelación y jerarquía real, han sido incapaces de sacar adelante una postura lingüística que sea capaz de contentar a la mitad de catalanes que sienten ultrajados o mal defendidos una parte de sus derechos fundamentales en el ámbito educativo o en el mero uso administrativo de las lenguas.
Pierde el PSC una ocasión de oro para reincorporar a sus filas a los votantes de Ciudadanos de las zonas más pobladas de Cataluña que le perdieron la confianza cuando, en plena eclosión del nacionalismo más identitario y del soberanismo más radical, decidieron dejar de votarle. Con Ciudadanos en crisis severa, el PP catalán todavía en fase de recomposición y Vox cosechando apoyos entre las capas populares, va Iceta y dice que en materia lingüística donde dijo digo, dice Diego. Craso error.
En una ocasión, en conversación con él y ante la formulación de una pregunta sobre este particular, sostuvo: “Sobre la lengua no hay que decir mucho y, en cambio, actuar cuando gobernemos”. Es una apelación a la confianza que no cala. Esa tesis era válida hace unos años, pero hoy resulta del todo insuficiente para atraer el voto útil del constitucionalismo en Cataluña. Ese espectro está algo cansado de la conllevancia con un nacionalismo insaciable y que es mucho más claro: quiere la independencia y lo único que varía entre unos u otros partidos secesionistas es la forma, el calendario y la intensidad para llegar a ella.
La fiabilidad es lo que se le reprocha más al socialismo catalán. Se dejó una parte de la credibilidad al intentar sintetizar sus diferentes sensibilidades internas, muchas de ellas arraigadas en espacios de poder municipal. Reabrir ahora la discusión sobre las naciones o identidades nacionales españolas contribuye a distanciar a Iceta y a los suyos del eje nuclear del constitucionalismo. Por parecer más progre, abierto y dialogante, por facilitar la investidura de Sánchez en contra incluso de algunos barones regionales del partido, el primer secretario se ha vuelto a enredar con una definición que sólo contenta de manera parcial a sus posibles socios republicanos, primero en Madrid y quién sabe si después en Barcelona.
Olvida el socialismo catalán que en el nacionalismo han desaparecido los debates entre izquierda y derecha para situar delante el interés máximo de la independencia. Es algo que el conservador Carles Puigdemont juega con sorprendente pericia y mando a distancia. Y parece que tampoco recuerda que el análisis electoral y la demoscopia tiene una coincidencia: el constitucionalismo catalán también ha prescindido de una parte importante del debate político clásico hasta el punto de que barrios obreros han votado a Vox, Ciudadanos o PP (allí donde ganaba siempre el PSC). Era de esperar: emulando a los independentistas han puesto en primer plano la defensa de sus identidades nacionales y derechos lingüísticos, aunque sólo como reacción al descaro y desacomplejamiento de sus antagonistas.
Seguro que los mandamases del PSC tendrán razones. Es posible que, sin pensar en las potenciales bases electorales, lo hayan razonado con intensidad entre ellos. Pero, sin embargo, a muchos constitucionalistas que confiaban en que impusieran un determinado liderazgo civil capaz de reconstruir un centroizquierda desacomplejado por el nacionalismo, anclado en la Cataluña más real y diversa, lo que han escuchado estos días les defrauda de nuevo.