El punto de partida no lo discute nadie, porque los expertos han dejado prueba de ello. La literatura especializada lo constata. La escuela es el camino para asegurar la igualdad de oportunidades, pero el contexto social, en el seno de las familias y en el entorno socioeconómico residencial, es el determinante. Un niño o una niña aprenderá más y mejor en función de lo que escucha en casa, de las conversaciones de los amigos de sus padres, y tendrá mejor o peor disposición si está acostumbrado a ver libros y todo tipo de material cultural en su hogar. Eso es cierto. Pero, precisamente, el sistema educativo debería paliar en lo posible esas distancias que cualquier persona tiene respecto a otra nada más nacer.
Con el proceso independentista en Cataluña se han dado por sentados algunos preceptos que no son tales. Uno de ellos es que el movimiento ha sido y es transversal y que la relación con la lengua o con los orígenes familiares no eran ni importantes ni vinculantes. Pero eso ha sido una fe, más que una realidad. La lengua catalana se ha conectado con el independentismo y la castellana con los contrarios a ese proyecto. Los orígenes catalanes de padres y abuelos se traducen en la defensa de la independencia, y los que los tienen fuera de la comunidad no son partidarios. Hay zonas grises, claro, pero son minoritarias, en los dos campos.
Eso se debe explicar cuando se entra en el debate sobre qué ha ocurrido con la inmersión lingüística. Hablar sobre ello genera un acaloramiento poco comprensible. El PSC lo intenta ahora, pero lleva tiempo con la sensación de que el nacionalismo le ganó la partida y que debería haber defendido más y mejor otros mecanismos que hubieran sido más eficaces en un objetivo que se dice que es común: asegurar el pleno conocimiento y dominio de la lengua castellana y catalana.
El conocimiento se tiene. Como ha señalado en estas páginas Mercè Vilarrubias, la inmersión no permite un buen dominio de la lengua castellana. ¿Lo hace respecto a la lengua catalana? Ofrece más instrumentos y, principalmente, más horas de práctica y de uso, para tener un dominio complejo del catalán. Y es cierto que, al salir de la escuela, la presencia del castellano en los medios de comunicación de masas y en las plataformas culturales es mayoritaria. ¿Pero por qué no aprovechar la escuela para que todos los alumnos catalanes tengan un dominio mucho mejor de una lengua que, más allá de las connotaciones que cada uno le dé, es de una utilidad enorme en todo el mundo?
Quizá una parte del independentismo que se niega a cualquier reforma en ese campo, que considera que todo se ha hecho bien con la llamada inmersión lingüística, entiende que el castellano se puede sacrificar. Que se puede, perfectamente, tener una única lengua, la que se considera propia, el catalán, y dominar, para comunicarse internacionalmente, el inglés. ¿No lo hacen los daneses, o los suecos, o los holandeses? ¿No son países ricos, que saben defender su propia cultura, y que saben que sus lenguas son minoritarias?
Eso supondría alejarse del entorno más inmediato, de algo que es igual de propio para los catalanes que la misma lengua catalana. De algún modo, lo que la escuela propicia, y el mundo nacionalista en su conjunto, es conseguir que podamos ser Quim Monzó o Jesús Moncada, pero no un Javier Cercas. Es decir, que se logre un mayor conocimiento del catalán, hasta el punto de saber utilizar la lengua como el autor de Estremida memòria, o Camí de Sirga, o como el maestro de Mil Cretins o El perquè de tot plegat, y no se sepa argumentar como lo hace Javier Cercas en Anatomía de un instante o en El monarca de las sombras.
Dejen a un lado las interpretaciones que cada uno de esos nombres pueda tener. Un catalán debería poder acercarse a la escritura de Moncada, que nos sumerge y nos maravilla con el léxico del mundo de Mequinensa (la Mequinenza natal del escritor) y, al mismo tiempo, saber argumentar con esos giros que vuelven sobre la idea inicial que presenta Cercas en sus novelas y artículos periodísticos.
No se trata de generar miles de escritores de altura (ya nos gustaría), pero sí de alcanzar un mejor nivel en dos lenguas que son las nuestras, propias las dos de una sociedad mezclada, con orígenes distintos. Queremos a Moncada y a Monzó, y a Cercas. Y estaría muy bien que todos los alumnos catalanes, al salir de la escuela, tuvieran un conocimiento alto --no sólo para comunicarse-- de las dos lenguas.