Hay un reproche que formula el independentismo en su conjunto. Se señala a quien no es independentista, o a quien critica lo que ha ocurrido en Cataluña desde la Diada de 2012, que no tiene en cuenta lo que ha hecho o lo que no ha acometido el Gobierno español. No todo, se insiste, ha podido ser un error del movimiento independentista o de los gobiernos de la Generalitat. También el Gobierno español tiene una responsabilidad, y como tiene más poder, como tiene detrás las estructuras del Estado, debe asumir una mayor responsabilidad. Y no se puede decir que ese análisis esté equivocado. Pero el problema no es ese.
Lo que se inició como un proyecto encaminado a lograr una negociación con el Gobierno español, ha acabado con muchos ciudadanos catalanes convencidos de que, al final, lo único deseable es la independencia de Cataluña. Se han convencido de ello, tengan más o menos argumentos. Eso da igual. El hecho es que se ha interiorizado, y una parte, aunque no llegue a la mayoría, mantendrá ese discurso en los próximos años. Ante eso, el esfuerzo de los dirigentes políticos catalanes, los de ahora y los del futuro inmediato, deberá ser colosal para intentar gobernar con cierta normalidad.
Y esa sí ha sido la responsabilidad de los políticos nacionalistas que apostaron por la independencia y de los que creen, como si fuera una verdadera fe, que lo único que vale la pena en la vida es ver una Cataluña independiente. Como deseo no es reprochable. El mundo ha asistido al nacimiento de muchos Estados nuevos a lo largo de la historia. El problema es cómo se llega a ellos, cómo se alcanzan esos deseos tan hermosos que aparecen en las largas noches de invierno al lado de la chimenea, con un Armagnac en la mano.
Oriol Junqueras o Joaquim Torra, más conocido como Quim Torra, deberían aprender la lección de Michael Ignatieff, porque si se entiende y se comparte, habrá una solución para Cataluña. En caso contrario, nos enfrascaremos en un periodo largo, cronificado, de protestas, revueltas, insatisfacciones y, por tanto, de deterioro importante en nuestras vidas y en las de nuestros hijos e hijas.
Ignatieff fue líder del Partido Liberal y de la oposición en Canadá. Es filósofo político y tiene clara una premisa: no se debe forzar a nadie a tomar decisiones existenciales sobre las identidades. No se debe obligar a nadie a elegir una identidad, porque somos hombres y mujeres complejos, con identidades múltiples, con concepciones del bien distintas, y lo que somos es ciudadanos con derechos y obligaciones que viven en sociedad. Ignatieff, cuando se refiere a Cataluña, considera que una salida sería la de votar, sí, pero sobre un acuerdo o sobre una reforma constitucional, por ejemplo, pero no sobre identidades, como pueda ser la catalana o la española.
Eso es lo que parece no comprender el independentismo. En un posible referéndum pactado con el Gobierno, hay muchos ciudadanos que no querrían votar, ni sí ni no, porque comparten identidades y tienen todo el derecho a no tener que elegir. Preferirán ese día, si llega, quedarse en casa.
Una de las cuestiones que señala este filósofo político, que es determinante, tiene relación con el perímetro de la política. Señala, en una entrevista, que la política no sólo consiste en solucionar problemas, sino también en “no tocar lo que no tiene solución”, como ha apuntado en una entrevista en La Vanguardia. Y añade que “insistir en las cuestiones identitarias en Cataluña, donde hay varias, es todo lo contrario de hacer política”. Repasen: "Todo lo contrario de hacer política".
Son lecciones que no se pueden dejar de lado. Ignatieff sabe de lo que habla. Ha sufrido esa división en la sociedad del Quebec, en un país con una democracia tan avanzada como es la canadiense. No quiere que se repita, ni en su país ni en ningún otro.
El nacionalismo catalán mutó en independentismo para conseguir mejoras en el autogobierno, pero, en ese camino se ha logrado fabricar independentistas, de nuevo cuño, que se suman a los ya existentes, a los de pata negra, a los que les da bastante igual los argumentos de fondo. Quieren un Estado catalán, sí o sí. Y eso es lo que se les ha escapado de las manos a los Junqueras, Torra, Puigdemont y… Artur Mas, que pudo haber sido un amago de Ignatieff --esa imagen pulcra, de señor liberal formado-- y ha acabado echando agua al fuego que provocó.
A veces las ideas son malas, perversas. Se insiste en que se deben respetar todas las ideas, y que España no es una democracia, porque no reconoce el derecho de autodeterminación de Cataluña. Tras los incidentes violentos que ha vivido Barcelona, entre otras localidades, y a las puertas de dos nuevas manifestaciones, hay que persistir en las lecciones del profesor canadiense. Y qué mejor que dedicar un tiempo para leer un libro maravilloso, Las virtudes cotidianas, en el que se defiende la tolerancia, el perdón, la confianza y la resiliencia, valores morales que pueden compartir todos los humanos, por encima de las identidades.
Independentistas catalanes, piensen en el conjunto de la sociedad catalana. Y sí, es doloroso, pero aparquen la idea, porque es una mala idea. Lo sentimos de corazón.