La demostración de criminalidad primitiva protagonizada por el independentismo violento durante la última semana en las calles de Barcelona era previsible --o, al menos, probable-- para todo aquel que hubiese convivido algún tiempo con el nacionalismo catalán.
Los devotos del independentismo mágico que todavía se negaban a admitir que el paraíso prometido por Artur Mas era un trampantojo han empezado a aterrizar en la realidad gracias a la sentencia del procés --que, al final, ha tenido mayor efecto pedagógico que el que yo auguraba hace apenas siete días--.
Esta última dosis de realidad suministrada por Marchena y sus chicos directamente en vena ha colmado la capacidad de asimilación de la frustración del independentismo, que ha explotado en forma de violencia. Una violencia que estaba latente en el seno del movimiento, como se pudo comprobar el 20 de septiembre de 2017 a las puertas de la Consejería de Economía y el 1-O en un buen número de colegios.
Y es que, claro, a nadie le gusta pasar sin solución de continuidad de creer que se está a puntito de “implementar la república” a descubrir que “el Estado existe, idiotas” (parafraseando a aquel mítico mosso de la Brimo).
Lo asombroso es que muchos constitucionalistas se hayan sorprendido por la negativa de los dirigentes nacionalistas pacíficos y pacifistas a condenar explícitamente la violencia desatada por los independentistas radicales estos días. Otro efecto pedagógico de la sentencia del que se deberían extraer conclusiones a futuro.
Sería bueno no olvidar las palabras de la portavoz de JxCat en el Congreso, Laura Borràs, justificando la violencia de estos días con el argumento de que la sentencia del procés “es violencia”, que ha habido “violencia policial” --mientras un funcionario de la Policía Nacional se debate entre la vida y la muerte con el cráneo destrozado por una pedrada-- e “infiltrados” provocadores y que el Estado lleva años aplicando “violencia fiscal”.
Tampoco estaría de más recordar que el líder de Òmnium Cultural, Jordi Cuixart, condenado a nueve años de prisión por sedición, ha pedido --tras una semana de disturbios-- más “compromisos” y “sacrificios” al independentismo para lograr la secesión y ha advertido de que “con manifestaciones ya no basta”. Además de exigir la “libertad inmediata” de los manifestantes independentistas detenidos los últimos días por sus acciones violentas en diversas ciudades de Cataluña.
Por no hablar de Rafael Ribó, el Síndic de Greuges de Cataluña (el defensor del pueblo autonómico), que se ha apresurado a abrir “una actuación de oficio” contra los “graves actos de violencia policial” supuestamente ocurridos la semana pasada, mientras se ha limitado a recordar que el derecho de manifestación “no ampara comportamientos violentos” que “han de ser socialmente condenados y legalmente perseguidos”.
Otro detalle a no olvidar es el hecho de que las marchas por la libertad confluyeron el viernes pasado en Barcelona ante un escenario que compartieron sin ninguna incomodidad manifiesta la presidenta de la ANC, Elisenda Paluzie, y el vicepresidente de Òmnium Cultural, Marcel Mauri, con el secretario general de Intersindical-CSC --entidad promotora de la jornada de huelga independentista--, Carles Sastre, exterrorista de Época y Terra Lliure condenado a medio siglo de cárcel por asesinato y pertenencia a banda armada. Todo ello con el aval de los partidos nacionalistas.
Y, por último, también deberíamos tener presente en adelante las imágenes que en los últimos días nos han brindado los manifestantes pacíficos tirando latas y todo tipo de objetos a los periodistas de medios de comunicación nacionales al grito de “prensa española, manipuladora”.