Algunos profesores de economía enseñan a sus alumnos la diferencia entre la macroeconomía y la microeconomía con un ejemplo simple: cuando un consumidor ve que su lavadora, su frigorífico o su coche se estropea y decide repararlo o dejar de usarlo en vez de adquirir uno nuevo está tomando una decisión de alcance micro. Cuando por el clima de opinión masivo y el gregarismo social esa misma actuación la adoptan cientos de miles o millones de consumidores nos encontramos ante un fenómeno macroeconómico.
Siempre se ha dicho que en la economía conviven dos dimensiones, la mesurable y objetivable con la de las impresiones, del todo subjetiva. Quien mejor ha definido esa circunstancia no ha sido un economista, sino el físico austriaco Fritjof Capra cuando acuñó la siguiente frase: “Cuando cambias la forma de ver las cosas, la forma de las cosas cambia. La verdadera crisis no es económica, ni financiera, es de percepción”.
Desde hace unos meses es fácil asistir a conversaciones en las que se especula sobre cuál es la situación real de la economía española. Después del profundo golpe que supuso la crisis de 2008 toda una generación está atemorizada. Hay pánico a repetir un ciclo como el que sumió a España en una recesión de terribles consecuencias sociales, políticas y financieras. Quienes siguen con atención los indicadores de coyuntura más avanzados han comenzado a dar señales de alerta sobre un cierto estancamiento en alguno de ellos (producción industrial, exportaciones, consumo de los hogares, comercio minorista, afiliaciones a la Seguridad Social…) y, con esos mimbres, corremos el riesgo de construir un discurso fatalista en torno a la disminución del vigor con el que ha crecido España desde que dejó atrás la crisis, siempre por encima del 3% del PIB.
El encarecimiento del petróleo, el Brexit, la competencia oriental, las fluctuaciones de cambio con el dólar y la divisa china o, en síntesis, los elementos de la globalización, explican que la desaceleración también llegue al sur de Europa y nos muestre algunas señales preocupantes. Son, por decirlo de manera comprensible, los elementos exteriores que inciden en el interior, pero que de ninguna manera constituyen las únicas razones sobre el resultado final de nuestra coyuntura.
España lleva años acumulados de inestabilidad política en los que la economía parecía funcionar de manera autónoma. Ha sido un espejismo. Cuando España ha registrado crecimientos del PIB del 3% en medio de ese marasmo institucional podría haber conseguido cotas superiores de haber contado con gobiernos dedicados a generar políticas que impulsaran el crecimiento y, en consecuencia, el bienestar de los ciudadanos. El caso más claro es el de Cataluña, donde se acumula ya un lustro de inacción del gobierno autonómico y donde las empresas han dejado de apostar en términos de inversión y localización, donde la inseguridad jurídica ha frenado multitud de proyectos, pero donde la economía ha seguido creciendo a un buen ritmo.
El coste de oportunidad en el que han incurrido nuestros políticos es imposible de cuantificar por su carácter intangible. Pero cualquiera se pregunta, ¿qué hubiera sucedido si el sector público hubiera tejido actuaciones que acompañaran al sector privado en estos años? Cualquier especulación será real por disparatada que parezca.
El día que Pedro Sánchez subió a un atril en la Moncloa para decirle a los españoles que no habría investidura y que se debían encarar con urgencias algunos problemas, entre otros el enfriamiento de la economía, le hizo al país el peor favor de cuantos pretendía: quizá huyendo de la renuencia de José Luis Rodríguez Zapatero a admitir la crisis, Sánchez se haya excedido en la creación de un clima de opinión que como decía el físico austriaco puede acabar moldeando la percepción a la situación real.
¿Qué sería de España si en vez de afrontar múltiples procesos electorales consecutivos y de convivir con un clima político de permanente confrontación se estuviera trabajando en proyectos de largo alcance como en otra época fueron la Expo, las olimpiadas o la entrada en la UE, el euro…?
El gasto público español representó en 2018 el 41,30% del producto interior bruto (PIB). En Alemania, por comparar, fue del 43,90%; en Francia, del 56%; en Portugal, del 44%; en Italia del 48,60%; sólo el Reino Unido, con el 40,80% de gasto público en su PIB, tuvo menor incidencia en su generación de riqueza entre los países europeos de referencia. El tema no se circunscribe a diferencias entre países de perfil más liberal o socialdemócrata, sino de cierta estabilidad interna y de capacidad de movilización de recursos a favor del crecimiento.
Cada vez que somos llamados a las urnas las administraciones públicas paralizan sus proyectos de inversión, adjudicaciones, licitaciones, concursos…, por no hablar de lo contraproducente que resulta vivir con presupuestos del Estado prorrogados porque la inestabilidad política impide su aprobación. Cataluña, la locomotora económica del país, se ha convertido en la campeona de ese estado de cosas. El factor de impulso que supone la participación del Estado en la economía se diluye agravando cualquier posibilidad de aportación positiva a lo mesurable y a lo perceptible.
Ahora llegará la campaña y los partidos volverán a echarse los platos a la cabeza con la situación. Una vez reconocido el enfriamiento que viene por parte de Sánchez no será de extrañar que sus adversarios maximicen la situación para plantear sus respectivas recetas. La percepción sobre la situación, lejos de mejorar, puede empeorar por la falta de responsabilidad de quienes deberían ser capaces de establecer algunos acuerdos de interés general. Y si ellos son peligrosos da miedo reflexionar sobre la que pueden liar sus corifeos grupos de apoyo apocalíptico.
En ocasiones uno tiende a pensar que, en vez de apostar por su aplomo, pedir su cordura o abogar por su responsabilidad global, lo que deberíamos solicitar en las urnas es una orden de alejamiento de todos ellos. No sabemos cuánto ganaríamos con su silencio, pero es fácil intuir el perjuicio que nos evitaríamos.