En otros momentos se podía haber titulado esta pieza como La gran derrota de Cataluña. Pero las cosas han cambiado mucho en los últimos años. Lo preciso, lo que realmente toca es decir “derrota del nacionalismo”. A pesar de ello, lo cierto es que lo que se avecina será una derrota del conjunto de la sociedad catalana, porque será más difícil llegar a acuerdos internos que compartan un mismo diagnóstico. ¿Por qué?
Las fuerzas políticas de ámbito español competirán, de nuevo, en unas elecciones con algunos cambios en el lapso transcurrido entre abril y noviembre de este año. Habrá Gobierno después del 10 de noviembre. El que sea. Y una de las cuestiones que quedará clara es que no se podrá llegar a un acuerdo de carácter estructural con el gobierno catalán. Ese momento todavía no ha llegado. Es indudable que sólo habrá una solución: encontrar el camino para establecer --principalmente en el seno de la sociedad catalana-- un nuevo pacto por el autogobierno. Pero no será ahora. Ni en un tiempo prudencial.
Esa es la derrota del nacionalismo catalán que, por razones endógenas, por la lucha por el poder, y por la falta de pericia del Gobierno, no ha conseguido nada. Al revés. Ha perdido bastantes cosas por el camino: la calidad del autogobierno, el prestigio y el avance económico. Y ha provocado un enorme malestar en una parte de la sociedad catalana que no tenía ningunas ganas en contestar sobre un debate identitario, que consideraba superado. El nacionalismo catalán no calculó que su momento ya había pasado. Que pudo subirse a un tren, a mediados de los años 90 del pasado siglo, que conectaba España con el proceso de globalización, y que hubiera mejorado las expectativas del conjunto de los españoles, pero también de los catalanes.
La operación iniciada en 2012, pero con mimbres ya elaborados en 2007, con el derecho a decidir que esgrimió por primera vez Artur Mas, ha resultado un fiasco. (Atentos a la entrevista de este domingo con Ignasi Guardans en Crónica Global). Pero es mejor ayudar entre todos. El independentismo está sumido en una reflexión interna. No sirve de gran cosa decir que determinada persona ya decía en 2012 o 2014 lo mismo que ahora algunos referentes de ese movimiento admiten. No sirve de nada decir que llegan tarde. Nadie quiere escuchar de otra persona que difiere de sus planteamientos que se ha equivocado.
El hecho es que esa reflexión interna irá madurando. Y surgirán movimientos, reflexiones o partidos --atentos también a lo que ocurra a partir de ese catalanismo que se reúne en Poblet-- que tratarán de reorientar el autogobierno catalán. Pero deberán asumir que en el otro lado nadie les escuchará a corto y medio plazo. Esa es la derrota del nacionalismo catalán, se identifique en Artur Mas o en Oriol Junqueras, desde la gran Diada de 2012.
El PSOE lo ha interiorizado. Pedro Sánchez lo tiene claro. Ha considerado que España sólo podrá ser gobernable si deja de lado los lamentos y las advertencias del independentismo.
¿Podemos? Mejor un Ciudadanos debilitado. Lejos de esa idea que repite, por ejemplo, Laura Borràs --sin ninguna experiencia política-- de que España será ingobernable si no atiende el conflicto político en Cataluña, lo que apuntan las elecciones del 10 de noviembre es que será, precisamente, el conflicto catalán el que haga posible algún acuerdo para todo el Estado tras esa fecha electoral. Eso y la necesidad de atender, de forma urgente, las cosas de comer: la debilidad de la economía española si las cosas se ponen feas en el conjunto de la Unión Europea y, especialmente, en Alemania.
Es una derrota colosal. Sin paliativos. Y nadie debe saltar de alegría por ello. Porque esa derrota del nacionalismo catalán es también una derrota del conjunto de la sociedad catalana. Porque ha creado una bronca interna, un malestar creciente, una duda profunda sobre todo lo que ha significado el autogobierno desde la Transición. Y todos los ciudadanos catalanes tienen en su día a día relación con otros ciudadanos que defienden proyectos políticos enfrentados. No es nada cómodo, ni fácil. Ni sostenible en el tiempo. Sólo queda una receta: paciencia, sensatez, defensa de las instituciones y prudencia. Y de aquí a un tiempo se valorará todo lo que se había conseguido. Para mantenerlo. Pero difícilmente para superarlo.