Los hechos del otoño-invierno de 2017 son de los asuntos más graves que han sucedido en España desde la recuperación de la democracia a la muerte de Franco. Una especie de rebelión popular auspiciada desde el poder institucional puso en jaque al Estado durante unos meses y alumbró la mayor crisis política de la última década. Juristas y politólogos se han detenido en otorgarle la nomenclatura adecuada a aquellos acontecimientos sin que exista unanimidad.
Son muchos los que calificaron el momento álgido del procés como un golpe de estado. Sostienen esa calificación porque, aunque la dimensión más moderna de lo acontecido no se compadece con los golpes de estado clásicos, sí que podía encerrar una finalidad similar: propiciar un cambio de poderes sin atravesar por los procelosos y garantistas sistemas democráticos.
Somos unos pocos quienes establecemos un matiz. Lo que resulta indiscutible de aquel asunto es que hubo, y no fue menor, un golpe al Estado. A todas sus instituciones y a los tres poderes clásicos. Al legislativo se le marraneó los días 6 y 7 de septiembre de hace dos años pasando por alto derechos indiscutibles de las minorías e intentando un cambio legislativo de profundidad que se basaba, de manera principal, en una arquitectura de falsa democracia parlamentaria inédita en España. Al poder ejecutivo se le mancilló hasta límites insospechados: Rajoy y su equipo quedaron no sólo como unos incompetentes en la resolución de conflictos, sino como una versión moderna de gobernantes totalitarios por su negativa a aprobar un referéndum ilegal y por la intervención posterior de las fuerzas de seguridad para impedirlo. Al poder judicial aún se le acosa. Primero fueron los desfiles de gobernantes y ciudadanos ante las sedes judiciales para acompañar a sus líderes encausados y, más recientemente, el intento permanente de descrédito al Tribunal Supremo, máxima instancia judicial del país y órgano que juzga aquellos hechos.
Para golpear al Estado hacen falta no pocos esfuerzos. Crear un clima de opinión en el que se perciba su actuación como corrompida es la primera necesidad. La expansión internacional de esa imagen constituye otro de los propósitos de los urdidores de aquel fenómeno. Una prensa subvencionada y dócil a pie de obra contribuyó sobremanera al plan, y una parte pequeña del sector privado de la comunicación que parece manejarse mejor en un magma de descontrol y desconfianza que ante un Estado sólido y fuerte.
Ahí es donde aparecen figuras singulares en estos últimos años. Jaume Roures y su socio Tatxo Benet, son dos de los nombres propios a retener. Además de impulsores y adinerados empresarios gracias al imperio audiovisual Mediapro, la militancia izquierdista histórica del primero e independentista de su socio hicieron el resto. Su empresa fue la organizadora de un centro de prensa internacional para dar cobertura al falso referéndum del 1-O que contaba con las últimas tecnologías y el control de la mayoría de las imágenes de aquella infausta jornada. Su ánimo emprendedor les hizo dueños en primera y segunda vuelta del diario Público, que aspira a ser una especie de martillo de herejes de la policía y el espionaje español. Sus documentales sobre lo que llaman las cloacas del Estado nunca se sabe si consiguen ganar algún euro, pero lo que nadie discute es que influyen en la creación de un relato catastrofista que tiende a presentar al Estado como una corrupta y perversa maquinaria que vive de espaldas a la ciudadanía y al interés general.
Hay más, pero huelga extenderse en las andanzas de esta pareja. Que pusieran dinero en la fallida aerolínea Spanair para perjudicar a la compañía de bandera española o que intentaran adquirir El Periódico de Catalunya para contar con otra vía de ejecución de sus intenciones son apenas anécdotas. Incluso es un tema menor que Benet tenga un especial interés por hacerse con el control del Barça, después de que la actual junta directiva partiera peras con Mediapro y se aliara con uno de sus competidores en varias actividades vinculadas al fútbol, onerosas todas ellas.
El último episodio que abunda en esa línea se ha producido hace apenas unos días cuando el medio digital que controlan ha puesto sobre la mesa una teoría alucinógena sobre la supuesta convivencia del CNI con el atentado terrorista de Barcelona y Cambrils del 17 de agosto de 2017. En lo periodístico su apuesta no se sustenta, pero en lo ideológico han conseguido que algunos ámbitos del independentismo hallen una nueva tesis con la que flagelar al Estado que siempre desearían derribar. La prensa seria ha pasado de largo sobre el asunto. La prensa de izquierdas incluso ha llegado a explicar que no se hacían eco de la conspiración porque daba pánico cómo estaba formulada. Los medios concertados del frikismo indepe, en cambio, la presentaron como una verdad revelada, aunque ninguno de ellos haya resultado capaz de aportar un dato adicional que valide ese esperpento de tan mal gusto. Pilar Rahola en estado puro, para entendernos.
Seguro que el CNI comete errores, que las fuerzas de seguridad también lo hacen (conviene recordar que ninguno de los terroristas del 17A fue capturado con vida para obtener información adicional y que los Mossos justificaron aquella actuación por el riesgo y peligrosidad que entrañaba su captura –cosa que jamás se discutió–), pero sólo el entorno clientelar de la pareja empresarial parece dispuesta a usar esos elementos como un puñal en la espalda del Estado. Agitar al radicalismo y al independentismo para pedir explicaciones por una barbaridad no comprobada es una forma novedosa de golpear al Estado. Y quienes lo impulsan y difunden, una especie de cómplices de la locura que hemos vivido.
Público, Roures, Benet, Rahola y otros muchos son los que entrenan con el Estado como un saco de boxeo, día sí, día también. No verlo, ser incapaces de tomar distancia, como ha sucedido con algunos buenos colegas de profesión, es pura patología nacionalista. Una expresión mejorada del supremacismo en estado puro.