La marcha de Miquel Iceta al Senado, de Inés Arrimadas al Congreso y de Andrea Levy al Ayuntamiento de Madrid abre un nuevo escenario para el constitucionalismo en Cataluña.
Las direcciones de PSC, Cs y PP consideran que este éxodo no implicará cambios relevantes en su estrategia de oposición al nacionalismo. Y así lo ven también la mayoría de analistas consultados por Crónica Global.
En su opinión, el ascenso de estos primeros espadas a cargos más relevantes responde a una evolución natural, servirá para intensificar la lucha contra el nacionalismo desde foros más influyentes y no supondrá ningún hándicap significativo, pues surgirán nuevos dirigentes de valía similar en Cataluña, como ha ocurrido en el pasado.
Yo, en cambio, no lo entiendo así. Discrepo de ese planteamiento tan optimista. Y creo que se trata de un error, no por recurrente menos trascendente. No tengo la menor duda de que la fuga de líderes constitucionalistas de fuste contrastado --cada uno con sus matices-- de Cataluña deja huérfanos y desamparados a los votantes que se oponen al independentismo.
Estamos en un momento en el que se necesitan referentes políticos para enfrentarse al nacionalismo en Cataluña, y estos lo eran. Muchos de sus seguidores no entienden su marcha como un salto a posiciones desde las que ejercer con mayor intensidad y efectividad la labor que venían haciendo hasta ahora, sino como un abandono de aquellos que necesitan su protección. Puede que no sea así, pero es lo que parece. Y, en política, lo que parece es tan importante como lo que es.
Nadie duda de que Arrimadas luchará desde el Congreso contra los atropellos del nacionalismo catalán. Pero ahora no podrá recorrer con la misma frecuencia los pueblos y ciudades de la Cataluña profunda para demostrar y denunciar que el veneno del supremacismo nacionalista está profundamente inoculado en esta sociedad. Ahora no podrá responder con su desacomplejada soltura a los líderes nacionalistas del Parlament. Ahora no podrá acudir a TV3 y Catalunya Ràdio a desmontar el imaginario de una Cataluña homogénea que solo existe en sus sueños más retorcidos. Actitudes, todas ellas, que le llevaron a ganar de forma inédita las últimas elecciones autonómicas.
Es probable que el cansancio a la hora de llevar a cabo esta labor también haya influido en su decisión. No es fácil soportar el acoso de los radicales cada vez que se pisa la calle. Pero ese es el precio que hay que pagar en la Cataluña actual. Sería comprensible que se fuese alguien que lleva décadas sufriendo el asedio nacionalista, pero no es aceptable que lo haga quien acaba de empezar a enarbolar la bandera de la resistencia.
Otros vendrán, sí, que tomarán su relevo. Pero un líder carismático no se fabrica de la noche a la mañana. Y en Cataluña no hay tiempo que perder. El nacionalismo cada vez acapara más poder. Cualquier espacio que quede sin oposición lo acaba fagocitando. Lo acabamos de constatar en las elecciones a las cámaras de comercio y en la UAB, por ejemplo.
Por muy devaluada que esté la política en esta comunidad, el constitucionalismo catalán necesita retener aquí a sus mejores activos para hacer frente a los planteamientos xenófobos de los De Gispert (que califica de “cerdos” a los dirigentes no nacionalistas) y Graupera (que tilda de “basura blanca” inmigrante y “carne de cañón” a los catalanes hijos de andaluces) de turno.
La estrategia correcta del constitucionalismo no es enviar Arrimadas a Madrid, sino traer Cayetanas a Cataluña.