Pere Aragonés pasa, a día de hoy, por ser una de las personas más cabales del caótico y enfermo Govern de la Generalitat actual. Parece un tipo normal: no levanta la voz para aliviarse políticamente, tuvo un abuelo franquista, se diría que le gusta trabajar y, que se conozca, no tiene nada que ver con la generación casposa y nacionalista del 3%. El actual vicepresidente económico catalán guarda, en cambio, más similitudes con los dirigentes republicanos del tripartito que lideraron Pasqual Maragall y José Montilla que con sus enloquecidos y radicales sucesores (recuerden los alaridos emotivos de Marta Rovira) al frente del partido. Que sea independentista es quizá la única tacha en su currículum político que puede mencionarse, tal y como corroboran los propios miembros del Gobierno de España que han negociado con él de forma reciente.

Con un habitual perfil bajo en su comunicación e imagen personal, Aragonés decidió participar este pasado fin de semana en el aquelarre semanal del independentismo en TV3. Es esa suerte de programa de televisión pagado por todos los catalanes, pero que sólo mira y satisface a una parte, y que en nombre del sacrosanto periodismo cocina una escudella de show propagandista en el que no falta nunca la subvencionada comentarista tóxica Pilar Rahola. Me refiero, claro está, al FAQS que produce El Terrat de Andreu Buenafuente.

Preguntado por el periodista Joaquín Luna, uno de los buenos analistas de lo que sucede en Cataluña en los últimos tiempos, Aragonés dejó dos perlas que merecen atención: las empresas que emigraron de Cataluña por el procés deberían retornar para demostrar confianza en la ciudadanía y que en estos momentos no volvería a posar, como en sus mocedades, con un cartel del manido España nos roba.

Vayamos a cada una. Aragonés comete un error político mayúsculo cuando dice que las empresas y los bancos no deben confiar en los políticos sino en la ciudadanía. Lo dice él, un dirigente de la Generalitat en ejercicio, admitiendo de manera implícita que es difícil mostrar confianza alguna en esa casta de líderes catalanes radicales que nos han llevado hasta la situación actual. Tiene razón en eso, pero se equivoca en otra cosa: las empresas, los bancos, ya confían en la ciudadanía. En muchos casos por mera obligación, puesto que son sus clientes. En otros, más sencillo aún: porque son sus trabajadores, colaboradores, proveedores, socios, amigos… Justo por eso, los que se llevaron fuera su sede social ante la incertidumbre jurídica que se cernía sobre Cataluña no trasladaron sus centros de producción ni hicieron daño alguno a los ciudadanos catalanes que forman parte de la comunidad de intereses que es una empresa.

Esa apelación a “la gente”, como en otras ocasiones se apela al aún más demagógico “pueblo” son argumentos muy pobres e insuficientes para que Caixabank o Banco de Sabadell decidan retornar sus sedes sociales a Barcelona. El compromiso de los políticos de ERC, si de verdad quieren entrar en la senda de la moderación y dedicarse a gobernar el país en vez de revolucionarlo, debe seguir otro vector distinto. Lo que más ansía la ciudadanía, la gent que dijo Aragonés, son escenarios de estabilidad jurídica en los que desarrollar su actividad económica sin más riesgos que los inherentes al mercado. Unos políticos que desestabilizan, generan confrontación, enfrentamiento e impulsan revueltas y algaradas populares no son recomendables ni para el fontanero de la esquina. Salvo para locos de atar o lo ahora llamados antisistema, distinción que cuesta establecer.

Está bien que el vicepresidente económico admita, asimismo, que el relato del independentismo se haya pintado con brocha gorda y expresiones como el Espanya ens roba. Es justo que reconozca que, a pesar de las correcciones que deban hacerse a los sistemas de financiación autonómica, mantener el cuento de los 16.000 millones anuales de déficit fiscal basado en contar territorios y no ciudadanos es una falacia de insolidarios que hoy no sostendría de igual manera que cuando era un joven rebelde en la política. Está bien que ahora que conoce al dedillo los números de la administración autonómica abandone esas monsergas y construya un discurso razonable y ajustado a la realidad, en el que no sobresalgan los brochazos impresionistas que han impregnado el debate público en Cataluña desde que Artur Mas, el que nunca se fue, se echó al monte al comienzo de esta década.

Pero Aragonés debe hacer más cosas. Por ejemplo: cómo pueden confiar las empresas en su administración autonómica en cuestiones como las elecciones a las cámaras de comercio. Él, que parece razonable, es capaz de avalar que, por parecer más modernos y avanzados, se implante un sospechoso sistema de voto electrónico que permitirá que sean las gestorías y no las empresas o los empresarios quienes ejerzan el democrático derecho de sufragio. ¿Es esa la misma seguridad jurídica la que debiera hacer regresar a las 4.000 empresas que emigraron del territorio catalán? Ya veremos si el sistema es impugnado por cualquiera de los aspirantes a las presidencias y acabamos de nuevo al final en un espectacular ridículo administrativo, digno de los mejores esperpentos políticos de todos los tiempos.

Están bien las buenas intenciones, pero las obras son más efectivas. ¿Sabe Aragonés cuántos miles de millones de euros salieron de cuentas abiertas por particulares y pequeñas empresas en oficinas bancarias con sede en Cataluña hacia cuentas espejo domiciliadas en otras partes de España desde mediados de 2017? ¿Puede hacer algo su vicepresidencia económica para infundir la confianza necesaria para que esos fondos regresen a su domicilio original? Algo similar sucede sobre las pymes catalanas cuyo principal mercado es el español. La mayoría todavía pide metafóricamente perdón a sus stakeholders por su origen geográfico, algo que antes era un activo comercial y mercantil. ¿Ha pensado en algo que no sea sólo declarativo y apelativo al sentimiento para propiciar el retorno y la normalización empresarial?

Es posible que deba transcurrir mucho más tiempo para que la situación se serene. Pero Aragonés y los republicanos que intentan transmitir perfiles moderados como dirigentes saben, a ciencia cierta, que resultará inalcanzable si el presidente de la Generalitat mantiene su tono revolucionario actual y el prófugo de Waterloo continúa con su majadería política. Lo que haga ERC, el partido del vicepresidente, en las próximas semanas y meses será determinante para pacificar el campo de batalla político. Cuáles sean sus alianzas en Madrid, o para el Ayuntamiento de Barcelona, por ejemplo, será más ilustrativo que las lamentaciones que algunos de sus líderes expresan de manera discreta y siempre privada. La amplificación o silenciamiento del ruido escénico provocado por la sentencia del Supremo hacia finales de año por parte de los nuevos líderes republicanos será capital para interpretar qué pasará en la economía catalana en el futuro inmediato y cómo se comportarán empresas e inversores, que ahora viajan con el freno de mano cogido hasta ver despejadas las vías de circulación.

Es un pequeño paso que el número dos de Ejecutivo catalán se aleje de grandilocuencias indignas que nos han traído hasta aquí. La solución, el verdadero regreso a la normalidad, pasa por algo simple: que los secesionistas desanden una parte del camino tras bajarse del caballo. Las empresas no son armas arrojadizas de ida y vuelta, y los ciudadanos, las personas que las forman, la gent, el poble, tampoco debieran ser utilizados como tales.