El linchamiento mediático del exdelegado del Gobierno en Cataluña Enric Millo, la secretaria judicial Montserrat del Toro y el excomisario de los Mossos Manel Castellví por sus declaraciones como testigos en el juicio del procés ha generado una ola de indignación.
Los reproches de Antoni Puigverd a Millo porque le “negó el riñón a sus adversarios” --que sí había donado a su esposa-- son de una indecencia insólita, a pesar de las excusas posteriores. Los insultos de Joan Ignasi Elena (exsocialista ahora en ERC) --“una de las personas más miserables que jamás han pasado por la vida pública” que se caracteriza por su “indignidad”-- son obscenos. Y, por citar solo tres ejemplos significativos, el artículo de Bernat Dedéu titulado La muerte de Enric Millo --en el que insta al exdelegado del Gobierno a prepararse para su defunción-- es lamentable.
Sin embargo, lo más desconcertante es que este tipo de ataques haya causado sorpresa entre no pocos constitucionalistas. ¿Acaso esperaban otra reacción por parte del nacionalismo catalán? ¿Dónde han estado escondidos las últimas décadas? ¿De verdad desconocían la verdadera naturaleza del independentismo?
El nacionalismo catalán no perdona a quienes se oponen a su proyecto uniformizador y supremacista. Un buen resumen de este tipo de actitudes es el llamamiento difundido este fin de semana por el exdirector general de Seguridad Ciudadana y exsecretario de Comunicación de la Generalitat Miquel Sellarès. “¡Haced limpieza!”, ha pedido públicamente a los agentes de los Mossos d’Esquadra de cara a las elecciones sindicales, con el objetivo de que las organizaciones no independentistas no obtengan representantes sindicales.
El paisaje de los últimos días se completa con Puigdemont limpiando el PDeCAT de (presuntos) moderados de cara al próximo ciclo electoral, promoviendo una Constitución independentista que solo votarán los suyos y amenazando con volver a por su acta europarlamentaria que --según él-- le otorgaría inmunidad; Marta Rovira radicalizando la posición de ERC en una entrevista desde Suiza; los partidos independentistas anunciando como candidatos a políticos en prisión por el intento de secesión ilegal; las formaciones nacionalistas promoviendo una comisión contra la Monarquía; la consejera de la Presidencia y candidata del PDeCAT a la alcaldía de Barcelona, Elsa Artadi, comparándose con Ana Frank, y TV3 intensificando el discurso victimista.
Ante este panorama, insistir en el diálogo con estos tipos es poco menos que pretender que, con perseverancia y paciencia, lograremos convencer a un besugo de alguna cosa.
Pero ciertas decisiones judiciales de los últimos días nos vuelven a señalar cuál es el camino para oponerse al nacionalismo radical. Por una parte, el Tribunal Supremo ha avalado la aplicación del 155 pactado por PP, PSOE y Cs tras la DUI de octubre de 2017. Por otra, la Junta Electoral Central ha ordenado la retirada de los lazos amarillos de todas las instalaciones de la Generalitat por ser un símbolo partidista. Y, en tercer lugar, el Tribunal Supremo ha autorizado al juez Santiago Vidal a reingresar en la judicatura con normalidad tras cumplir sus tres años de sanción por promover la secesión.
Cuando los radicales llaman a hacer limpieza, la respuesta difícilmente puede ser otra que la estricta aplicación de la ley.