Pati dels Tarongers. Palau de la Generalitat. Jordi Pujol, rodeado de periodistas, diserta. Pongamos que son los años 90, mediados o finales. Una primera reflexión: a José María Aznar se le reprochan muchas cosas, pero hay que escucharle. Es sólido. Hay sustancia castellana. Pensamiento recio y lecturas interiorizadas. Y es que hay que conocer la historia. “¿Ya leen ustedes, ya conocen la historia, de España y de Europa? No dejen de hacerlo nunca”, insistía Pujol.
Década de los 2010. Una nueva generación accede al poder. Pujol no debió insistir demasiado en los consejos nacionales de Convergència sobre esas necesarias lecturas, porque no parece que los nuevos dirigentes hayan aprendido nada. Pujol conoce España. Y Cataluña. Y sabía que, con el impulso de un nuevo Estatut, a partir de 2004, las cosas se podían complicar mucho. No se equivocó, aunque algunos le decían que la pésima tramitación se podría arreglar después con buena voluntad y tino, de unos y de otros.
Pero eso no ocurrió. Y pasó una cosa inesperada: la llegada de una enorme crisis económica, sistémica, que trastocó proyectos vitales y cuando eso pasa se suele apelar a sueños y proyectos quiméricos. Pero, ¿de verdad nadie pensó que todo podía salir gratis? Ni Artur Mas, que ahora parece una especie de pequeño De Gaulle a la espera de que le vayan a buscar a Colombey-les-Deux-Églises, ni por supuesto Carles Puigdemont, un activista sin ninguna idea sobre lo que significa la responsabilidad política, ni tampoco Oriol Junqueras, aunque quiera rectificar ahora.
El independentismo ha jugado demasiado. Y en España cobra fuerza un sustrato cívico, que puede ser manipulado o agitado por los partidos --como está pasando-- pero que es previo, existe. Es una realidad. Las banderas españolas en los balcones en Madrid aparecieron no por ninguna indicación del PP, o de Ciudadanos, o de un incipiente Vox. Lo explica la filósofa Marina Garcés, en su libro Ciudad Princesa: sus amigos madrileños se muestran sorprendidos por esas banderas, que, admiten, nunca se habían politizado. Es importante que los independentistas entiendan ese comentario: “No la habían visto nunca utilizada como bandera reivindicativa. Como mucho, como bandera oficial o como bandera de la selección de fútbol. Pero politizada, desde el anonimato de la calle, todavía no había aparecido”. Es decir, no ha habido un nacionalismo español, empeñado en destruir lo que representa Cataluña. Pero ahora... Ahora sí. Ese sustrato ha salido y lo que puede proponer es replantear las cosas, negociar de nuevo sobre las reglas del juego, y aquí el nacionalismo catalán tiene las de perder.
Jugar, tensionar, explicar cosas que no son, tergiversar, exagerar, dejar en el rincón a catalanistas de siempre, sólo porque se han atrevido a decir que de esa manera no hay nada posible, que sin contar con la otra mitad de catalanes es mejor no hacer nada, y, mucho menos, quebrantar la ley. Eso ha pasado durante estos últimos años.
El debate en Madrid es muy interesante, pero asusta en Cataluña. Se debería conocer en profundidad. Este domingo habrá mucha gente en las calles, protestando contra una imagen, contra la percepción de que sólo habla y se queja una parte, de que la agenda política la marca el independentismo, de que siempre la culpa la tienen los otros. De que la ciudadanía española y los catalanes no independentistas parece que tienen la culpa de que se juzgue, a partir de esta semana, a unos dirigentes políticos que pasaron la línea de la legalidad. Y que deberían padecer insomnio pensando en los hijos pequeños de esos dirigentes, porque sus padres y madres están en prisión. Eso es lamentable --la prisión-- pero lo deberá dirimir la justicia, no lo deciden ni está en manos de los ciudadanos catalanes no independentistas.
Lo que está en juego es que para llegar a un marco de negociación verdadero, la otra parte se lanzará a la calle, exagerará y pedirá cuentas. Y que en ese marco, un Gobierno español y un Gobierno catalán se lo replantearán todo: financiación autonómica, catalán y castellano en las escuelas, pluralidad en los medios de comunicación públicos, competencias propias y compartidas, representación en instituciones europeas… Todo. Y eso tiene un peligro: igual la Generalitat perderá algunas plumas por el camino.
¿De verdad todo eso no lo pensaron los Rull, Turull, Puigdemont, Junqueras, Comín, y los amigos asesores, --tal vez los más responsables--, como David Madí o José Antich?
Luego, la manifestación de PP, Ciudadanos y Vox no tiene nombre. Es una aberración, avivar el fuego, aprovecharse del momento para cargarse a Pedro Sánchez. Sí, eso es verdad. Pero el sustrato existe. El cabreo es real. El independentismo no sabe lo que ha hecho. Pujol no les dejó sus libros de historia. O tal vez, en realidad, no quiso que los leyeran.