Increíble. Ahora resulta que Oriol Junqueras es la gran esperanza de algunos constitucionalistas para reconducir hacia posiciones razonables la deriva suicida, surrealista y violenta del secesionismo catalán.
A veces da la sensación de que son muchos los que se han contagiado de la locura indepe. O su ingenuidad no tiene límites. O --también por candidez-- creen que el problema del nacionalismo catalán tiene solución --más allá de la conllevancia orteguiana, esto es, de la estricta aplicación de la ley y las sentencias judiciales-- y que pasa por la estrategia del contentamiento --cuando es esta la que nos ha llevado hasta aquí--.
Sea por la razón que sea, se repiten los mensajes explícitos e implícitos de todo tipo de agentes implicados en la vida pública nacional --gobernantes, políticos, líderes empresariales, sindicalistas, periodistas-- que apuntan hacia el líder de ERC como un personaje clave para superar el conflicto generado y alentado por los dirigentes independentistas en Cataluña.
El nuevo mantra consiste en presentar al mesiánico Puigdemont y al CDR Torra como verdaderos zumbados intratables frente a un sensato, prudente, cabal y racional Junqueras.
¿En serio? ¿Realmente creen que Junqueras es el seny personificado? ¿En qué cueva han estado metidos los últimos tiempos?
Al parecer, todos estos mediadores terceristas de buena voluntad han olvidado que el exvicepresidente del Govern es el mismo que, al principio del procés --cuando todavía creía que liderar una (presunta) rebelión o sedición saldría gratis--, amenazó con "parar la economía catalana durante una semana" para forzar al Estado a negociar un referéndum secesionista. Es el mismo que engañó vilmente a Soraya Sáenz de Santamaría durante la operación Diálogo --que mucho tuvo que ver en la posterior muerte política de la popular--. Es también el mismo que presionó a Puigdemont poco antes del 27-O para evitar que convocara elecciones autonómicas y forzarle a seguir adelante con la DUI --con la inestimable ayuda de los lloros de su número dos, Marta Rovira, y de su poli malo Gabriel Rufián, alias 155 monedas de plata--. Y es, según la instrucción del Tribunal Supremo y la fiscalía, uno de los principales responsables del levantamiento insurreccional de septiembre y octubre de 2017.
También es cierto que los mensajes de Junqueras se han suavizado. Es irrebatible que ahora ha aparcado el discurso de la unilateralidad y la desobediencia. Es verdad que actualmente rechaza los atajos hacia la independencia y se vende como un posibilista. Es indudable que su partido ha plantado cara a JxCat en el Parlament, desmarcándose de la estrategia de la tensión. Es incuestionable que hoy hay claras diferencias entre lo que plantean Puigdemont y Torra y lo que propone el líder de ERC.
Sí, todo eso es verdad. Pero no es menos cierto que ese giro de Junqueras se ha ido produciendo a medida que acumulaba meses en la cárcel. La evolución de las homilías del beato dirigente nacionalista no se debe a un acto de contrición --al contrario, no se arrepiente de nada-- sino al convencimiento de que, de momento, no puede tumbar al Estado español. Su presunta moderación solo es consecuencia de su derrota sin paliativos en su enfrentamiento con la ley.
Junqueras cree que es el momento de replegarse a los cuarteles de invierno, ganar tiempo, reagrupar fuerzas, aprender de los errores y esperar una oportunidad más propicia para volver a la carga con la vía unilateral.
Otorgarle poder a un cínico es mucho más peligroso que concedérselo a un perverso sin escrúpulos. Fiar al cínico Junqueras buena parte de las esperanzas para reconducir el independentismo hacia la convivencia y el respeto del Estado de derecho es un error mayúsculo. Al tiempo.