La Diada del martes pasado, la séptima desde que el nacionalismo convergente inició su transición hacia el separatismo, quizá ha sido la más interesante desde la de 2012.
En primer lugar, ha constatado que la enorme capacidad movilizadora del activismo catalán tocó techo en torno al 2013. Se estanca en su poderío como ocurre en las urnas con el independentismo: no logra ampliar sus bases y llegar al 50% de los electores. Algo, todo hay que decirlo, que tampoco impide al Govern actuar como si hubiera sido votado por el 80% de la población --los supuestos partidarios del referéndum--, guarismo al que tanto apelan Torra y Puigdemont para confundir a sus interlocutores.
Pero lo más destacado de la fiesta nacional de este año fue la constatación de que hay un muro. No la figura con la que la ANC pretendía simbolizar que el pueblo catalán derriba todos los obstáculos que se le ponen por delante, sino el muro que hay al final del callejón sin salida en el que se encuentran los nacionalistas catalanes.
Elisenda Paluzie lo dijo en su discurso, el más político y el mejor de la jornada. La presidenta de la ANC presiona a los dirigentes del independentismo para que continúen el camino emprendido en 2012, es decir, que desobedezcan y acaben procesados. Y como no lo hacen, les acusa de engañar a los “catalanes”, de tratarles como si fueran niños.
El propio Quim Torra ha admitido ante la prensa extranjera que no abrirá las cárceles donde permanecen los independentistas presos, que sería un gesto de rebeldía coherente con su trayectoria y sus proclamas de que no aceptará una sentencia condenatoria por los hechos del 1-O.
Los planes para disponer de una Hacienda propia que recaudase todos los impuestos; las promesas de independencia en 18 meses; la insistencia estéril en el “mandato popular” de una consulta ilegal y sin garantías; el respaldo internacional... Nada se ha cumplido porque era el farol de un jugador de póker al solitario. Lo único que aparece al final del camino es el muro de lo imposible. Lo único tangible es la pérdida de liderazgo de Cataluña y la división entre los ciudadanos.
Ante esa evidencia, quienes se dejaron arrastrar empiezan a pedir cuentas, mientras el bloque de partidos independentistas se agrieta sin remedio.
Han traído hasta aquí a los catalanes para nada, y tal como advertían tantas voces hace años lo que emerge ahora es la frustración de una parte muy importante de la población, el peor caldo de cultivo de una sociedad.
La marcha atrás del PDeCAT y de ERC en su proyecto de consensuar con el Gobierno la apertura del ansiado diálogo --política en vez de tribunales, repiten una y otra vez-- es un jarro de agua fría para los ingenuos que alguna vez les creyeron.