Los dirigentes políticos que se puedan vanagloriar de serlo son aquellos que izan una bandera, miran atrás y esperan que otros ciudadanos les sigan. Son los que tienen proyectos y, sin mirar de forma constante las encuestas, consideran que vale la pena luchar por ellos y conseguir mayorías sociales para poder aplicarlos cuando consigan el poder. No es lo habitual, claro. Menos en estos momentos, en los que se cae en lo fácil, en ver qué no gusta entre la ciudadanía para conseguir votos.

Lo cierto es que la crítica, la fiscalización de los medios, se centra en esos dirigentes, en lo que proponen y en lo que silencian. ¿Pero qué ocurre con los propios ciudadanos? ¿Nos podemos fiscalizar, necesitamos analizar nuestros propios actos?

En Cataluña eso es pertinente. Durante décadas, los catalanes tuvieron una pátina de superioridad democrática. Todo era más avanzado en Cataluña. En los años previos a la transición, los movimientos asociativos eran más reivindicativos. La cultura, las artes, la música, todo vibraba con un mayor volumen. Y el catalanismo se conjuró con la izquierda y la izquierda de la izquierda para lograr una democracia homologable y la recuperación del autogobierno y de la identidad catalana.

Pero, ¿qué ha pasado en los últimos años? Toda una parte significativa --la más activa-- de la sociedad catalana ha abrazo el independentismo. No se debería objetar. Si se considera que ese es el mejor camino, ya se verá en las próximas décadas. Pero la autocrítica de esos ciudadanos ha comenzado a flojear. Los propios actores del desaguisado del otoño catalán han dejado claro que se jugaba de “farol”, que no había nada preparado, que se quiso pero no se atrevió nadie, que se pretendía una república catalana, pero en realidad se trataba de presionar al Gobierno para lograr un trato bilateral. Todo eso apenas ha hecho mella en la propia parroquia independentista. No hay reproches, no hay grandes proclamas ni se entiende que esa dirigencia, como se dice en los países latinoamericanos, ha traicionado a la “buena gente” catalana.

La confusión es grande. Pau Luque, profesor en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), catalán de Vilafranca, ha explicado con precisión ese fenómeno en La secesión en los dominios del lobo (Catarata). Una idea que explica Luque es que el independentismo ha asociado el sentimiento a la idea placentera que se tiene cuando se evoca la democracia. Y como existe un sentimiento mayoritario a tener un Estado propio, a la independencia, eso se entiende que es algo muy democrático, y, por tanto, posible de llevar a la práctica. Más que posible. Necesario y natural. Algo así como "porque yo lo valgo". Y eso es, precisamente, lo menos democrático que se puede establecer.

Esa continua mezcla de conceptos sigue viva. Y el ciudadano catalán medio, de comarcas y de ciudad, de pueblo y de ciudades medias y pequeñas, sigue sin atender los datos, los argumentos. Sigue sin contrastar lo que le han dicho los dirigentes independentistas, lo que escucha en los medios afines de referencia. Tiene un gran impermeable puesto, uno amarillo, con capucha. Y seguirá apoyando la causa, más ahora cuando percibe que la justicia española tiene un gran problema para juzgar a todos los protagonistas de los actos del otoño catalán por los mismos delitos.

No hay sociedades mejores que otras. Hay sociedades más formadas, otras menos, con mayor o menor exposición a los medios de comunicación. Pero en Cataluña se consideraba que existía una gran sociedad democrática y moderna. ¿Dónde está?

Será necesario recordar a Hannah Arendt cuando sostenía que "no se es ciudadano, se conquista". Y para ello hay que tener un papel activo, participar de lo público --eso lo ha hecho el independentismo, y con creces-- pero también hay que tener sentido crítico, sospechar que no se tiene la verdad, y pedir respuestas a quien te ofrece soluciones tan mágicas como la independencia.