Cuatro meses y unos días después de las elecciones del 21D, Cataluña sigue sin un gobierno que se preocupe por las políticas que de verdad interesan a los catalanes. Desde aquella fecha de convocatoria electoral hemos asistido a un nuevo sainete similar a los que soportamos en septiembre y octubre pasado.
El independentismo vaga entre el extranjero, las prisiones y los debates interiores de los partidos que le dan cobertura parlamentaria. Resulta sorprendente que Carles Puigdemont, que encabezó la segunda lista más votada en aquellas elecciones, se mantenga enrocado en su vocación de presidir la Generalitat. No puede porque está huido de la justicia y eso hace difícil su investidura en lo legal, pero todavía no ha demostrado que sea capaz de aunar los criterios de todos los integrantes de la CUP, de ERC, del PDeCAT y hasta de su propia lista JxCat.
La paradoja es mayúscula: los independentistas quieren dialogar con el Gobierno de España, pero son incapaces de hacerlo entre ellos. Que alcanzar algún acuerdo es extremadamente difícil con Madrid es una obviedad mientras Mariano Rajoy y su equipo se mantengan al frente del Ejecutivo. Basta con observar los modos de la secretaria de Estado de Comunicación --la que debía haber evitado que el relato independentista de España (un país totalitario e injusto) se apoderara de la opinión pública-- en una manifestación de pensionistas para saber que la finezza no es uno de los activos del PP y, menos aún, de su mayoría parlamentaria.
Desconocemos todavía cuánto tiempo más se prolongará esta situación de falta de gobernación que el soberanismo nos ha legado como herencia de su permanencia al frente de la Generalitat. Ni tampoco es fácil de pronosticar el coste que todo ello supondrá para una generación de ciudadanos de esta comunidad porque nos enfrentamos a intangibles de difícil cuantificación.
El divorcio entre administradores y administrados es una enorme zanja de impotencia que acaba cultivando un terreno abonado para cualquier eclosión social de consecuencias y dimensiones desconocidas
Cataluña, sus gentes, sus empresas, sus entidades de la sociedad civil, han empezado a funcionar sin la muleta gubernamental y eso no es del todo una mala conformación de la sociedad. Al contrario, quizás. Donde radica el problema es en las políticas sociales que dejan de hacerse, en las ayudas que no se negocian y, en consecuencia, no se pagan, en la sanidad pública que pese a la mejoría de las finanzas autonómicas y de la economía en general siguen en un estado de recortes impuestos al inicio de la crisis y así un largo etcétera de asuntos pendientes vinculados al Estado del bienestar que sí han sido directamente damnificados por la falta de un gobierno efectivo.
Y nos dirán que son los más progres, los más sensibles en lo social, los que desean una mejor distribución de la riqueza y todas esas mentiras formateadas que el independentismo ha usado como doctrina populista durante meses y meses. La vergüenza de su inacción es comparable al desprecio de Martínez de Castro con los jubilados que protestan. Todos ellos están cortados por el mismo rasero: sólo les importan sus situaciones personales y hace mucho tiempo que dejaron de ser servidores públicos para convertirse en una corte de demagogos y populistas financiados entre todos los que estamos fracturados por su actuación. Esa es la Cataluña y la España en la que nos hallamos, unos espacios en los que el hartazgo de la ciudadanía, por diferentes y plurales razones, crece a diario. Donde el divorcio entre administradores y administrados es una enorme zanja de impotencia que acaba cultivando un terreno abonado para cualquier eclosión social de consecuencias y dimensiones desconocidas. El riesgo existe y el acercamiento al abismo es cada vez mayor.