En España cualquier aficionado al fútbol era un entrenador del club de sus preferencias o podía ejercer de seleccionador nacional. Así es el país, que se atreve con todo, y así somos sus gentes, que hacemos lo propio.
En los últimos meses, sin embargo, ese fenómeno de participación popular que antes se podía circunscribir a asuntos vinculados con el entretenimiento, parece extenderse a otras muchas esferas de la vida pública. Las nuevas tecnologías, la transmisión nerviosa de información a través de medios digitales y redes sociales, de forma principal, está acabando con el reposo y la reflexión de las principales cuestiones que nos incumben como colectivo.
Animados por las tertulias superficiales que se cultivan en televisiones y radios del país en las que cualquiera opina sin conocimiento profundo de la cuestión a tratar, los ciudadanos del país hemos visto cómo los temas políticos, con ramificaciones judiciales muchos de ellos, son un elemento de debate tabernario en el que ya no se concede el beneficio de la duda sobre los expertos y los especialistas de una u otra materia.
En el caso catalán no hay independentista que no lo sepa todo sobre la aplicación de la prisión preventiva. O sobre qué constituye un ilícito penal o no. Se vierten opiniones con una pasmosa facilidad que en algunos casos debido a los canales de distribución que las amplifican contribuyen a la confusión más generalizada.
Lo de la democracia directa, o popular, como reivindican algunos (olvidando el papel que tenía esta denominación en los antiguos regímenes socialistas), tiene tantos defectos prácticos que constituye toda una temeridad su plasmación
La mayoría de países desarrollados de nuestro entorno están dotados de sistemas de organización política que se basan en la democracia representativa. Escogemos a una serie de representantes que a su vez acaban de darle forma al resto de designaciones que un estado necesita para funcionar con eficacia. Lo de la democracia directa, o popular, como reivindican algunos (olvidando el papel que tenía esta denominación en los antiguos regímenes socialistas), tiene tantos defectos prácticos que constituye toda una temeridad su plasmación.
En esos insulsos debates, coloquios o tertulias se ha entrado, además, en una fase de descalificación y de falta absoluta de respeto institucional que hace que hoy cualquiera sea capaz de cargar con una dureza desacomplejada contra las resoluciones judiciales o legislativas por el mero hecho de ejercer una especie de oposición populista que no persigue otra cosa, al final, que ocupar parcelas de poder y ejercer la sustitución de los representantes y técnicos existentes por otros más próximos, que no mejores, a sus tesis. El caso de la sentencia de La Manada es uno de esos en los que resulta difícil debatir con distancia de una resolución judicial que ha sido trabajada durante medio año por tres jueces distintos.
La calle hoy dicta sentencias con una pasmosa facilidad para las cuestiones que los más activistas o agitadores consideran principales. Y arrima el ascua a la sardina de algunos intereses no siempre confesables o difícilmente sostenibles más allá de la demagogia rabiosa en la que parece instalada una parte de la sociedad española.
El caso de la sentencia de La Manada es uno de esos en los que resulta difícil debatir con distancia de una resolución judicial que ha sido trabajada durante medio año por tres jueces distintos
Vayamos con cuidado. Protejamos a nuestros jueces, porque está demostrado que su trabajo, capacidad y preparación es, en la amplísima mayoría de los casos, una garantía de disponer de un Estado moderno y de un poder judicial modélico en la mayoría de situaciones que debe afrontar.
Todo eso de la democracia directa, insisto, reviste mucho riesgo para una sociedad que no pretenda ser el hazmerreír. Tanto da que se emplea para cosas de enjundia, para hacer un combinado de fútbol o para designar a un representante del país en Eurovisión: a la que se baja la guardia y el activismo populista se viste de rebelde, cosmopolita y moderno acaba viajando a representarnos el mismísimo Rodolfo Chikilicuatre.