El independentismo catalán y las fuerzas de la izquierda española que le apoyan en algún momento han iniciado un proceso de deconstrucción del Estado español que pretende socavar todas y cada una de sus instituciones. Un Estado débil siempre es un enemigo menor para sus intereses. Para unos el objetivo se halla en la cimentación de un nuevo Estado más pequeño en Cataluña y el resto persigue llanamente perforar su estructura para así apoderarse teóricamente de su poder político y ejercerlo según sus convicciones, aunque el alcance se limite a la dimensión propagandística.
Los actos contrarios a la monarquía y al rey Felipe VI son una actuación más en esa estrategia de demolición. Apuntando al jefe del Estado se genera un debate político inexistente en la población española sobre monarquía o república, se rebaja su reputación y prestigio (fundamental para el papel simbólico que tiene asignado) y se agitan las más bajas pasiones del radicalismo.
Quienes hemos nacido en la España que no tenía rey aceptamos de buen grado que la monarquía fuera recuperada como una conexión por la vía democrática con la historia española, sus tradiciones y costumbres. Más todavía cuando el Título II de la Constitución Española desposee al Rey de cualquier poder ejecutivo y le atribuye un único espacio de moderación y arbitraje institucional al servicio de los auténticos poderes del Estado.
Atentar contra la figura del Rey es ir en contra de la empresa común del conjunto del país. Atribuirle acción política es hacerse trampas al solitario
Felipe VI, como antes su padre, es sólo el primer trabajador del Estado. Un alto empleado al servicio del conjunto de los ciudadanos con funciones diplomáticas y simbólicas. Atentar contra su figura es ir, por tanto, en contra de la empresa común del conjunto del país. Atribuirle acción política es hacerse trampas al solitario. El mensaje real de octubre que tanto molestó al independentismo en los momentos en los que los soberanistas andaban más desmandados no se hubiera pronunciado jamás sin la aquiescencia absoluta del Gobierno. Y eso alcanza hasta la última coma del discurso. Tom Burns Marañón sostenía ayer en este medio que el discurso, incluso, estaba redactado para que lo escuchara una única persona: Mariano Rajoy.
La pérdida de respeto institucional que se infiere de actuar con desplantes al monarca, como se quiere hacer con motivo del Mobile World Congress 2018, es también un desesperado intento por mantener vivo el relato quimérico de la república catalana. Dice el huido Carles Puigdemont que Felipe VI podrá regresar a Cataluña cuando “pida perdón por su papel inconstitucional el pasado octubre”. Curioso que sea un prófugo de la justicia, el dirigente político que llevó el lío hasta su máxima expresión, el provocador del empobrecimiento que padeceremos todos los catalanes, el jefe de la Generalitat más mediocre y cortoplacista de cuantos ha habido desde su recuperación democrática, quien se vea en condiciones de pedir a la monarquía lo que él es incapaz de hacer con sus compatriotas catalanes, pedir perdón.
Sin embargo, Puigdemont no está solo en su afronta a la jefatura del Estado. Ada Colau (que si un milagro no lo remedia puede ser la primera alcaldesa de Barcelona que pierda esa condición de manera estrepitosa en las urnas) sigue adelante con su irresponsable papel de reina de los escraches y se apunta al boicoteo podemita e indepe al monarca. Si al final Dubái nos birla el congreso mundial de los móviles, no será porque la ciudad no haya sabido responder en todos los ámbitos al reto organizativo de ese evento internacional de primer orden, sino por un equipo de gobierno municipal que antepone la astracanada a la gestión responsable y la búsqueda de consensos. El desplante a Felipe VI abunda en el desconcierto político y la inestabilidad que los organizadores internacionales de ese acontecimiento han repudiado públicamente hasta la extenuación.
El desplante a Felipe VI abunda en el desconcierto político y la inestabilidad que los organizadores internacionales del MWC han repudiado públicamente hasta la extenuación
Y luego, claro, están los desacomplejados y pijales muchachos de Arran, la facción más radical y espeluznante de la CUP, que llaman a sus acólitos a darle al monarca un recibimiento especial. Lo hacen en un cartel manchado de sangre que lo tilda de criminal. Estos hijos y nietos de dirigentes de CiU y de ERC, de condición económica confortable, dicen luchar contra los herederos del franquismo español, como si ellos no lo fueran del aún más rancio y despótico franquismo catalán. La impunidad de sus actos ha alcanzado cotas ya inaceptables en una sociedad civilizada y moderna, en una democracia occidental. El Estado debería ser implacable con los impulsores de la kale borroka catalana. La muchachada de Arran no puede seguir usando el término fascismo sin mirarse al espejo de sus totalitarios planteamientos.
Ante ese escenario, quienes podríamos tener conceptualmente inclinación favorable a un sistema de organización de carácter republicano acabamos defendiendo en el plano práctico la monarquía parlamentaria. Pueden los indepes y los podemitas generar más partidarios de Felipe VI que todas las campañas de marketing de la Casa Real. Lo que está en juego con esos ataques no es el prestigio del jefe del Estado, sino del propio Estado en sí mismo. Todas esas actuaciones irresponsables y de carácter pseudorrevolucionario pueden derivar en una recuperación de la reputación de la monarquía española y en un bumerán para sus intereses.
Si fueran más inteligentes, menos tácticos y más estratégicos dejarían de pensar en un plano visceral, sentimental y de odio supremacista. Y, claro, dejarían en paz al Rey. Pero eso, estimados, es mucho pedir.