Mariano Rajoy pasea de nuevo por Cataluña. Forma parte de la estrategia de su partido tendente a intensificar la presencia tanto del PP como del Gobierno en un territorio que hoy es el más hostil de cuantos se gobiernan desde Madrid. El reguero de ministros, secretarios de Estado y otra fauna política que están frecuentando Barcelona en las últimas semanas es creciente y todavía resulta dudoso conocer los efectos que tendrá para lograr sus objetivos políticos.
Este fin de semana el motivo y alcance de su visita no fue otro que participar en el congreso del Partido Popular de Cataluña (PPC). Nada nuevo bajo el horizonte: Xavier García Albiol seguirá al frente de las responsabilidades políticas, los Fernández Díaz siguen por ahí, y Alicia Sánchez-Camacho va perdiendo presencia pública de forma lenta pero inexorable. La mayor novedad es el desembarco de los líderes nacionales del partido, que han compartido unas horas con sus correligionarios catalanes.
Tiene razón Rajoy: hoy las instituciones catalanas están al servicio casi exclusivo del independentismo
En su discurso, Rajoy ha animado a los presentes a recuperar las instituciones para todos los catalanes. Tiene razón el jefe del Gobierno cuando señala que hoy están al servicio casi único de la causa independentista, algo para lo que ni fueron creadas ni han alcanzado legitimidades democráticas suficientes para ejercer en tal sentido.
Atina el presidente en su diagnóstico. El secuestro al que están sometidas las instituciones es de tal magnitud que ese retorno al que apela será largo, difícil y casi imposible a estas alturas de la película independentista. No está igual de atinado, en cambio, cuando no hace acto de contrición. Olvida culpar a su partido y a su Gobierno de lo sucedido. Es cierto que debería compartir esa responsabilidad con su antecesor en el liderazgo conservador en España, José María Aznar, y en parte con José Luis Rodríguez Zapatero y Felipe González, en las respectivas etapas en las que gobernaron.
El buenismo de la derecha española con el nacionalismo catalán fue egoísta. Y Jordi Pujol, Josep Antoni Duran Lleida y Macià Alavedra lo vieron de inmediato cuando en 1996 rubricaron aquel Pacto del Majestic que entregaba a la derecha catalana todo el poder político en el territorio a cambio de apoyos puntuales en la gobernabilidad del Estado. Venía a ser un Cataluña para los catalanes. González ya lo había utilizado con anterioridad, pero sin ir jamás tan lejos y sacando a pasear a Alfonso Guerra en algunas ocasiones para recordar que el Estado no era un elemento comerciable políticamente.
Desde aquellos polvos se intensificaron los actuales lodos. La renuncia de la Administración General del Estado a estar presente en Cataluña ha sido cada vez mayor. Una parte de vagancia inexplicable y otra de comodidad incomprensible facilitó a Pujol y a sus sucesores crear, de facto, un pequeño Estado alternativo y no de papel complementario, tal y como la Constitución Española otorgaba a las instituciones autonómicas, a la Generalitat en el caso citado.
La renuncia de España a Cataluña y el crecimiento nacionalista actúan como vasos comunicantes
La renuncia española y el crecimiento nacionalista han actuado como vasos comunicantes. Cuanto más se olvidaba Cataluña desde Madrid, más crecía la reivindicación de autogobierno y los discursos excluyentes y diferenciales. Aznar logró en 1996 gobernar sin problemas gracias a los votos de CiU, pero el precio que pagó el conjunto del país fue mayúsculo como se ha podido ver sólo unos años después. El hombre que posó con el trío de las Azores, que denominaba al entorno de ETA Movimiento Vasco de Liberación, hizo muchas otras pifias monumentales: colocó a propuesta de Pujol al juez Luis Pascual Estevill en el Consejo General del Poder Judicial --luego, el magistrado acabó en prisión--, dio entrada a hombres de negocios vinculados con Convergència en grandes empresas públicas en fase de privatización --Carles Vilarrubí (Telefónica) y Rafael Español (Endesa)--.
Los socialistas, más tímidos, pero igual de patizambos en esta materia, acabaron prometiendo un nuevo Estatuto de autonomía que actuó como detonante de todos los problemas actuales. Rodríguez Zapatero lo pactó, con nocturnidad y alevosía, con Mas a espaldas de sus propios correligionarios socialistas catalanes, que se limitaron a admitir el jaque hasta hoy, cuando viven en posición de jaque mate.
La renuncia española a Cataluña no es sólo una cuestión de mayor o menor inversión económica en infraestructuras o un tema vinculado a la solidaridad interterritorial que da lugar a los famosos y controvertidos superávits y déficits fiscales, es una suma de vocación cultural y de ausencia de liderazgos claros en los partidos no nacionalistas. Es más, cuando hubo un atisbo en la figura de Josep Borrell, el de Lleida cayó fulminado como un rayo, en parte por las filtraciones interesadas de una parte del sector negocios del nacionalismo que participó en la caza y captura del que iba a ser secretario general de los socialistas con una posición muy clara y contundente contra los nacionalismos.
Recuperar las instituciones, sí; sería fabuloso. Pero es claramente insuficiente, salvo que la solución al problema político que se vive con Cataluña sea un nuevo parche como cuando Aznar sacrificó a Alejo Vidal-Quadras. Le fue bien darse unos años de gobierno y una posterior mayoría absoluta en la que ya no necesitaba a los líderes nacionalistas de Cataluña. Aznar gobernó a sus anchas los años del círculo virtuoso y la cultura del tocho, pero eso derivó en un olvido del conjunto de los catalanes, una parte de los cuales aprovechó para cimentar su discurso de nacionalismo más radical.
Echar mano de la memoria no debiera ser una excepción en política.